jueves, 16 de diciembre de 2010

Ser Iñaki Gabilondo


Once upon a time in my life que quise ser Iñaki Gabilondo. No como Iñaki Gabilondo, sino el mismo Iñaki. Hubo otras veces en que quise alternativamente convertirme en Butragueño, García Márquez o el zapatero de Kim Bassinger, pero mejor dejaremos esto para otra ocasión.

Quería ser Gabilondo porque representaba para mí toda la pureza de un oficio que ya por entonces barruntaba no había de ser fácil, que te obligaba a mantener un inestable equilibrio entre diversos poderes que no siempre se presentaban de forma clara, fuerzas oscuras y malévolas que atentaban contra la neutralidad, la independencia, la imparcialidad o como queramos llamarlo de aquel que estaba llamado a contar las cosas únicamente tal y como son, ni siquiera como deberían ser. Huelga decir que en aquel tiempo soñaba con ser periodista, no sólo eso, sino periodista de la Sociedad Española de Radiodifusión, salir de mi casa cada día, radicada no importa dónde, encaminando mis pasos, eso era lo importante, hacia el mágico número 32 de la Gran Vía madrileña.

Por aquel tiempo Gabilondo era la más rutilante estrella en el firmamento de la radio y su luz cegaba ya a astros como Antonio Herrero o Luis del Olmo, voces imprescindibles de mi infancia. ‘Hoy por hoy’ se había convertido en la sintonía matinal de un país que había apostado por ser europeo, abierto y avanzado sin perder por tal motivo ese aire de cierta circunspección que acompaña a aquel cuyos pasos hollan una tierra tan largamente castigada y que seguía sumida en el trauma de sus infaustos episodios recientes. Y Gabilondo, ese donostiarra enamorado de Sevilla y de la música clásica, de voz profunda, enérgica y pausada, representaba como nadie el espíritu de los nuevos tiempos.

Su biografía personal, le confería además, sin él perseguirlo, un aura de legitimidad que lo convertían en un guía natural para millones de personas, pues por mucho que él se refiriera a la radio como una “segunda voz” la gente habría pagado por escucharlo solo a él en primer término. Seducido por el personaje, yo leía sobre él todo lo que me caía en las manos. A través de entrevistas, artículos y perfiles más o menos desarrollados (incluyendo aquella biografía, Ciudadano en Gran Vía, que devoré con fruición) supe así de su vida y sus obras. Descubrí que era de familia numerosa, que había perdido a su primera esposa en trágicas circunstancias, que había sido un testigo privilegiado de la Transición, que a pesar de su temprana vocación periodística se había puesto frente al micro casi sin pretenderlo.

Uno de los momentos álgidos de esta relación de admiración que sostuve durante años se produjo cierto día en el que mandé un e-mail al programa dentro de una sección dedicada a la participación de los oyentes. Creo recordar que el motivo era la celebración del 75º aniversario de la radio. Pues bien, Gabilondo no sólo leyó íntegro mi escrito, una pequeña reflexión sobre la importancia del medio sonoro en nuestras vidas, sino que añadió al final: “Siento lo mismo, joven colega”.

Yo daba por entonces mis primeros pasos en la comunicación iniciando un camino azaroso que no sabía adónde debía llevarme o si me llevaría a algún sitio. Lo hacía además en la emisora local de la SER en Vélez-Málaga, y las palabras del maestro refrendado mi opinión –que yo profería en calidad de recién llegado a la profesión, aunque por entonces no cobrara un duro por el trabajo- representaban algo así como la confirmación de que mi esfuerzo no era en vano, de que aunque me había visto obligado a desviarme por algún tiempo de mi primera vocación, aún estaba a tiempo de reconducir mis pasos y lograr mi sueño. Ser Iñaki Gabilondo.

Todavía habría de pasar un tiempo hasta que comprendiera que nunca lo sería. Que si bien alguna vez podría llegar a adulto, ya jamás nacería vasco, ni sería testigo y protagonista de un momento capital de nuestra historia ni, lo que resultaba más amargo, reuniría las condiciones necesarias para unir a millones de personas en torno a mi mesa camilla particular.

Sin embargo, no tardaría demasiado en descubrir que tampoco Gabilondo era Gabilondo, al menos el que yo había pensado que era. Mientras permaneció en la radio fue más fácil seguir manteniendo mi fe en él. Incluso cuando libró su particular cruzada contra Aznar (vale que instado por su contrincante) no dudé en defenderlo ante quien fuera. No había tenido más opción. Al enemigo, ni agua. Es más, su posterior arrepentimiento, al revelar que se había dejado llevar por el calor del momento, no hacían más que engrandecerlo. Pero a partir del nacimiento y de su desembarco en Cuatro, todo empezó a cambiar.

Y eso que aún recuerdo nítidamente cómo Mari Carmen y yo esperamos sentados frente al televisor a que él mismo cortara la cinta de la cadena. Qué felices nos las prometíamos entonces y qué idiota habríamos juzgado a aquel que hubiera osado vaticinar semejante fin para el nuevo canal, nada menos que incorporado por Telecinco al imperio Berlusconi. Cuatro había nacido para redimirnos de tanto “tomate”, “Gran Hermano” y demás zafiedad televisiva. Por fin nacía un medio verdaderamente progresista, amante de la cultura, valedor de un periodismo que apostara de manera decidida por la investigación. Repito, qué lejos estaban en nuestra mente los Fama, Manolos y demás productos que no tardarían en arrasar con nuestras desmedidas expectativas.

Por eso le perdonamos a Iñaki que dejara su programa en la radio y lo pusiera en manos, ay, me voy a callar. Por eso no quisimos prestarle atención a aquellos titubeos ante la cámara de los primeros meses que nos hacían mirarnos consternados a veces, ante el espectáculo de ver al pez fuera del agua y a punto de morir asfixiado. A la postre, las frases que utilizábamos eran del tipo “Esto es un telediario de verdad”, “Eso es, más análisis y menos sucesos”, “Espera, cenamos después del informativo” y cosas por el estilo. Si la ministra de Fomento hacía de reportera, micro en ristre, para darnos la última hora no pasaba nada; si al poco tiempo había que “agilizar” el espacio, acortando las entrevistas, no importaba; a fin de cuentas la audiencia es la audiencia y es la que nos da de comer (sic), y solo por escuchar esos editoriales en prime time y por asistir esporádicamente a esos especiales de análisis electoral merecía la pena todo lo demás.

Pero, entonces llegó aquel ‘pillado’, sí, el de la entrevista a Zapatero. Vale, ya sabíamos que Cuatro había sido un regalo del Gobierno, anterior a aquel otro regalo que le hizo a Mediapro y, demonios, no éramos tan idiotas para ignorar lo que el PSOE y PRISA se debían mutuamente. Hasta Iñaki, pensábamos aunque no lo decíamos, debía de estar enterado. Pero, el que se pusiera en evidencia de manera tan clara, chirriante y obscena resultó definitivo. Gabilondo siendo cogido asesorando al presidente en su campaña después de una entrevista era demasiado. A cualquier otro se lo habría perdonado. A él no. En ese momento no supe si me molestó más la inmoralidad o la torpeza pero el caso es que dejé de verlo. Después de más de veinte años siguiéndolo me desprendí de un magisterio que ya no necesitaba. Y lo más extraño de todo, es que lo hice sin dolor.

Por aquella época mi aventura en el mundo de la comunicación no atravesaba por su mejor momento. En la SER no pude hacer carrera y entré en una de esas empresas multimedia que afloraron en muchas ciudades medias y pueblos con pretensiones de nuestro país en los primeros años de la década favorecidas por la bonanza económica general. El desarrollo tecnológico (que abarataba tremendamente los costes), sumado al creciente interés por los partidos políticos en el ámbito de la comunicación local (donde podían jugar a sentirse importantes haciendo como que influían en una opinión pública bastante menos estúpida de lo que ellos se figuraban), propiciaron el crecimiento de grupos liderados en su mayoría por mercenarios que podían aspirar a aglutinar radio, televisión y prensa escrita, siempre que dispusieran de un buen respaldo oficial.

Hoy, muchos de aquellos emprendedores subvencionados duermen el sueño de los justos o son acuciados por las deudas, amparados por un sistema legal garantista hasta la grosería para aquellos que se lo pueden permitir. El caso es que ahí me vi, sin comerlo, ni beberlo, asumiendo cada vez mayores responsabilidades, que ni había pedido ni deseaba, distanciándome a cada paso de todo aquello que había sido un día mi ideal, al socaire de los vientos partidistas de turno, a años luz de cualquier forma de periodismo conocida, siendo víctima y cómplice de una situación inimaginable para mí sólo hacía unos años antes y que no podría describir sin sonrojo. En definitiva, ahí me vi, a mi minúscula escala, dándole la mano a Zapatero y haciéndole el caldo gordo. Fíjate tú por dónde, me decía, sí que tenía algo que ver con Iñaki.

Reconozco que este pensamiento, que hasta hace poco no me ha abandonado, no es justo en absoluto, que nacía del resentimiento hacia una profesión que puede ser tremendamente ingrata pero capaz también de proporcionar impagables momentos. El rencor, fruto de la decepción que produce el quedarse con el dorado entre los dedos, hacia aquel que había idolatrado se mezclaba con mi propia penitencia personal. Me sentía estafado por los demás pero, especialmente, burlado por una parte de mí mismo, por la mano derecha que había pretendido que nada supiera lo que estaba haciendo la izquierda, todo para no reconocer que había sido un iluso pretendiendo que la vida era un cuento y que podría sentirme mejor diciéndome a mí mismo que todo era una porquería, es más, que mi ventaja respecto a Gabilondo y lo que me convertía no sólo en mejor persona sino incluso en un periodista menos perjudicial para la salud pública es que yo era un mentiroso de mucha menor enjundia.

Y entre estos pensamientos estuve consumiéndome hasta hace unos meses. Hasta que abandoné los medios. Solo entonces pude volver a Gabilondo sin sentir vergüenza propia ni ajena. De algún modo, lo había perdonado (y me había perdonado), sabiendo ya, claro, que nada volvería a ser lo mismo, o al menos no más parecido de lo que resulta un adolescente respecto a un hombre de 34 años. Reconciliado de nuevo con su forma serena de ejercer el oficio, volví a él intermitentemente en las noches de CNN+ casi para decirle adiós. El tiempo suficiente para poder anticipar lo que este país lo va a echar de menos cuando se retire y nos deje en manos únicamente de sus peores versiones, de aquéllos que en su corrupción sin mácula convierten en algo casi naïf sus indisimuladas afinidades, de quienes jamás dudan ni preguntan ni, probablemente, sientan nunca la necesidad de reconocer las propias equivocaciones, quién sabe si sentados bajo una luz tenue con la novena de Beethoven sonando en la bandeja del CD.

 
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