viernes, 30 de julio de 2010

Romain Gary, el europeo

Sólo por haber tenido el privilegio de ganar el Goncourt en dos ocasiones a Romain Gary le cabría el honor de ser recordado como uno de los nombres indispensables de la literatura francesa, que es como decir europea, del siglo XX. Sobre todo, cuando el más acreditado galardón de las letras galas únicamente puede ser concedido una vez a un mismo autor. Comment est-ce possible? Pues, obteniéndolo una vez con tu nombre “real” y otra bajo seudónimo, esto es, dotando de vida al heterónomo hasta el punto de convertirlo en un ilustre de Francia. Ahí es nada.

Aunque el caso es sobradamente conocido, merece la pena recordarlo por lo que de revelador tiene acerca de la personalidad de un autor y de cómo su obra supo recoger la multiplicidad de un alma atravesada por un espíritu esencialmente turbulento e irónico. A principios de la década del setenta del pasado siglo Gary era ya una gloria viva del país al que había llegado cuando era solo un adolescente proveniente de su Lituania natal, y al que había servido ejemplarmente durante y después de la II Guerra Mundial. No hay que hacer volar demasiado la imaginación para hacerse una idea de cuán pesada puede ser en ocasiones esta carga. Ahí tenemos el ejemplo de Sartre para corroborarlo. Además, pese a la buena recepción que su obra seguía generando más de una década después de haber ganado su “primer” Goncourt con Las raíces del cielo, la nueva crítica lo miraba con cierta condescendencia (como el mismo Sartre sintió que lo consideraban los artífices de Mayo del 68). Cualquier otro habría aceptado la situación sin oponer resistencia, agazapándose bajo la aureola largamente cultivada, no dándose por enterado, pero nuestro escritor, que ya había coqueteado anteriormente con la ocultación que suponía la escritura bajo seudónimo, decidió emprender una carrera paralela mientras mantenía el ‘sello Gary’ escribiendo novelas “reconocibles”. “Quería ser espectador de mi segunda vida. Fue como volver a nacer. Todo me fue dado de nuevo”. Nacía así Émile Ajar, un enigmático novelista que sorprendió a la escena literaria francesa con su primera obra, Gros-Câlin (un título que le valió a su autor los calificativos de “nuevo y rompedor”), y que se consagraba un año después, en 1975, cuando con La vie devant soi, le era concedido el “segundo” Goncourt. Hasta ese momento, el secreto pudo mantenerse a duras penas a recaudo (el propio Gary tuvo que responder a diferentes medios sobre la aparición de ese “nuevo” fenómeno literario y hasta leer, imaginamos con una mezcla de burla e indignación, críticas que apuntaban al antisemitismo de Ajar, ¡siendo él judío!), pero la irrupción del premio más sonado de las letras francesas quebró el frágil equilibrio sobre el que se había cimentado la existencia del personaje. Aún así, Gary no renunció a la broma y urdió un plan para que la verdad no saliera a la luz. De este modo, firmó un contrato con un primo suyo, también escritor, Paul Pavlowitch, a cambio de cederle el 40% de los derechos de autor de los títulos para que éste pusiera voz y rostro a Ajar. Dicho y hecho, el primo hizo su papel a la perfección hasta la muerte de Gary, tiempo en el que Ajar/Gary/Paulowitch publicó dos novelas más (Pseudo y L´ angoisse du roi Salomon) que compartieron estantería con el resto de la producción que el “auténtico” fue poniendo a la venta durante aquellos años. Cuentan que mientras por la mañana dictaba a su secretaria como Ajar por la tarde hacía lo propio como Gary.

Tras quitarse la vida en 1980 la revelación no tardaría en llegar. El escritor había acordado previamente con Gallimard la publicación póstuma de su Vie et mort de Émile Ajar, aunque fue su primo (que merecería, por cierto, un artículo aparte) quien destapó en L´homme que l´on croyait, el monumental engaño. Cuando dos días más tarde de salir el libro acudió al programa “Apostrophes” de la televisión francesa para dar sus explicaciones, Paulowitch recordó las palabras que Romain había utilizado para referirse a los críticos literarios burlados: “¡Bravo Paul! Émile Ajar ha puesto en su sitio a todos esos charlatanes de mierda!”

Claro está que haber regatea
do a la crítica –tantas veces arbitraria- no fue el mayor mérito de Gary. Éste es un elemento casi anecdótico. Importa más cómo fue capaz de mantener a raya su “neurosis” sin padecer el síndrome de Pessoa, aquel que al escritor portugués le hacía presentarse aquí y allá encarnando a sus propios heterónomos llevando al extremo un juego que le obligaba en ocasiones (su amante Ophelia lo sufrió en sus carnes), a abandonar el terreno literario para consustanciarse en la vida “real”. En perspectiva resulta sencillo desvelar al mentiroso, encontrar paralelismos entre las obras de Gary y Ajar que nos permitan asegurar que el segundo ya estaba allí mucho antes, en los mismos inicios de la carrera del otro. El análisis textual es un terreno abonado para este tipo de analogías, pero lo que nos interesa ahora es establecer cómo esta capacidad para mezclar diversos planos, para confundir al lector creando diferentes capas de realidad, ficción, imaginación y sueño, es rastreable en su obra precisamente en un tiempo en el que Gary prepara su salto a Ajar y da forma a la personalidad de su heterónimo más ilustre.

Todo está ya en Europa, en la historia del encuentro del embajador de Francia en Roma, Jean Danthès con la bellísima Erika. ¿O habría que decir mejor reencuentro? Al fin y al cabo, ¿no es Erika la hija de la despechada Malwina von Leyden, la misma con la que el diplomático -al comienzo de su carrera en el Quai D´Orsay-, viviera una apasionada y escandalosa relación de amor veinticinco años atrás?

En el otoño de su vida, el protagonista se enamorará de la joven virtuosa, a través de la cual la antaño “devoradora de hombres”, aquella que frecuentaba a Cagliostro o Goldoni, a Saint Simon o Rouseau, a Diderot o María Antonieta, intentará ahora desde su silla de ruedas saciar su sed de venganza rompiendo el corazón de aquel ambicioso y cultivado rufián -así ve ella al ex amante- que una vez la traicionó.
“Por un lado –dirá el propio Gary- la cínica bruja y puta Malwina von Leyden, y por el otro la hija de ésta, la bella y pura Erika.” Pero en el fondo, pese a la dualidad, y suponiendo que ambas o tan solo una de las dos existan (“que no sean el fantasma de un hombre cultísimo”), sabemos que las dos no son sino las dos caras de una y misma moneda: Europa.

¿Cómo saber si Erika y Malwina, si el enigmático Barón y el propio Danthès son reales cuando ni siquiera tenemos la certeza de que exista Europa, ese “cuento de hadas”? Cuando las fronteras lógicas se difuminan, la alienación se enseñorea de todo el espacio emborronado. No es solo que los personajes padezcan un desdoblamiento de la personalidad que envuelve al lector a lo largo de todo el libro sino que ese artefacto literario que se desenrolla en un presente permanentemente asaltado por un pasado que emerge desde la niebla, termina por ar
rastrar a todos los personajes a un espacio alegórico poblado de fantasmas demasiado reales para ser considerados simples trucos de ilusionista (pese a ser consciente el autor de su condición de mago incapaz de transformar la realidad de las cosas).

La “esquizofrénica separación que se da entre la cultura y la realidad”, nos advierte Gary, es el eje principal de una novela preñada de dicotomías (vigilia y sueño, civilización y barbarie, realidad y ficción, teoría y praxis, razón y emoción, Utopía e Historia, cordura y locura, amor y perversión, mismidad y alteridad, Malwina y Erika…) que difícilmente pueden ser entendidas como parejas de opuestos irreconciliables y en donde lo de menos parece ser el plot. Esto no implica que en Europa no haya un hilo narrativo que seguir. Pese a que las ramificaciones, las repeticiones, los déjà vu se multiplican incesantemente, la pericia del novelista hace posible que entre tanta abstracción, mientras las piezas (recreando la emblemática partida entre Alekhine y Capablanca) se mueven por el tablero mítico que representa Europa, podamos mantener la atención en el despliegue de unos personajes, que pese a que se dibujan y difuminan a un ritmo vertiginoso, resultan reconocibles o, quizá sería más apropiado decir, reconstruibles.

Personajes dotados, p
or tanto, de una escurridiza verosimilitud, imágenes fieles en su deformidad de una Europa que se alza como gran protagonista, seres fantasmagóricos atravesados íntimamente por un pegajoso sentimiento de culpa. El Holocausto, las purgas estalinistas, las torturas del colonialismo francés en Argelia, son el trágico reflejo del fracaso de la Cultura (de Europa) por fundir la estética de los inmortales del Arte (reservada a los happy few, las almas bellas, la pequeña elite “que cabría en un palco de La Scala”) con una ética aplicable al común de los mortales. En la conciencia de la inutilidad de las obras maestras, retiradas en su “gueto dorado”, vuelve a resonar -cabe menos imaginar a dos escritores, casi dos coetáneos (murieron en el mismo año) a la vez tan brillantes y tan opuestos- la desesperada pregunta de Sartre: ¿para qué sirve un libro mientras un niño muere de hambre?

Este lamento desgarrado provi
ene de un hombre (Danthès en la ficción, Gary en la realidad) que asiste a la expansión de “los mercados, de las sociedades anónimas y de las cuotas”. Todo lo contrario al ideal de Belleza que desde la Edad Media alumbró el sueño europeo, un sueño deshecho a base de desmitificaciones por una lógica implacable, expresión del espíritu de contables y tenderos, de aquella lumpenburguesía “de las neveras y de los barecitos agradables donde va uno a zampar dejando el coche aparcado en la acera” que, entronizando al dios Confort, excluye por defecto “el genio futuro del hombre”.

La fiesta había terminado. Ni siquiera Europa puede salvarse por el estilo en una época en la que “las cortesanas se habían convertido en putas, los aventureros, en truhanes el mundillo galante, en submundo”. Tocqueville lo expresó magníficamente en su radiografía de la joven nación americana. Gary/Danthès se convierte en su heredero cuando observa con resignación cómo la “avalancha humana” y los “apretujones democráticos” han erradicado la “distinción de espíritu”, la “nobleza de comportamiento” de lo que ahora dan en llamar Mercado Común.

Observador privilegiado de su siglo, Gary inyecta en Danthès esa dosis de descreimiento teñido de melancolía al que él mismo no fue ajeno. Como el Zweig que cuenta en Memorias de un europeo cómo ve sumirse su mundo en la oscuridad, este judío que perdió a su padre en Auschwitz mientras combatía con las fuerzas aéreas francesas libres, este europeo de Vilnius, bohemio y plurilingüe, que sirvió a Francia como diplomático en medio mundo, vuelca en Europa muchas de sus frustraciones personales, reflejo a la postre del desengaño de una generación de intelectuales que, desde los despachos o las barricadas, la oficialidad o la clandestinidad, aún creyeron que era posible consumar el sueño ilustrado.

No resulta casual así que su primera obra, aquella que escribió entre batalla y batalla, mientras dejaba caer las bombas que podían matar en su cama a un Rilke, un Hölderlin o un Goethe (qué pensamiento más desolado) llevara por título Éducation européenne, ni que ésta estuviera dedicada a Robert Colcanap, un joven piloto que murió en suelo inglés al mando de su nave cuando se negó a tomar tierra sobre un campo de fútbol en el que se jugaba un partido. Pocos autores contemporáneos han sentido una obsesión mayor por Europa, por su esencia, por su existencia, por su historia e inescrutable porvenir. Podríamos decir de Europa como San Agustín del Tiempo, que se sabe lo que es hasta que se pregunta precisamente: qué es. “Europa –nos dice Zygmunt Bauman- no es algo que se descubre; Europa es una misión: algo que se hace, se crea se construye”. No es muy arriesgado pensar que Gary estaría de acuerdo con este aserto. Por eso asume en esta novela el reto que planteará el filósofo. Son hombres como él los que han interiorizado que “hace falta mucha inventiva, determinación y esfuerzo para llevar a cabo (…) un trabajo que nunca termina, un reto aún por superar en su totalidad, una posibilidad siempre pendiente”.

La dicotomía entre un mundo falso, elevado, imaginario pero auténtico, el de la Cultura (el de Europa), y otro real, el de la sociedad, egoísta y mezquino, no puede acabar, como le dice el psiquiatra a Danthès, más que en “bodas de sangre”. La única receta, para salir airoso sería abandonarse un poco al hedonismo, aplicarse una capa de cinismo, considerar la cultura como un “picnic”, donde uno “hace acopio de oxígeno” que luego te permite “soportar todas las pestilencias”, en definitiva dejarse atrapar por esa red burguesa de la que, no puede dejar de sentirse parte aquel que después de pedir la transformación del mundo en un papel, se retira al lujo de sus habitaciones en la embajada.

La angustia resulta pues, inevitable. George Steiner ha dedicado cientos de páginas a reflexionar sobre esta contradicción paralizante: “¿qué derecho tiene el mandarín a imponer la “alta” cultura? ¿Qué licencia posee el pedagogo o el así llamado intelectual para introducir por la fuerza sus prioridades esotéricas y sus valores en las gargantas de lo que Shakespeare llamaba “el gran público” (…) Sobre todo cuando en lo más profundo de su atormentado corazón, sabe que los logros artísticos e intelectuales no parecen volver más humanos a los hombres y a la sociedad, más aptos para la justicia y la piedad. Cuando intuye que las humanidades no humanizan, que las ciencias, incluso la filosofía, pueden estar al servicio de la peor de las políticas”.

Al fin y al cabo, como le escribió Einstein a Freud a comienzos de los años 30: ¿no probaba la experiencia “que es más bien la llamada ‘intelectualidad’ la más proclive a esas sugestiones colectivas” que configuraron las grandes pesadillas totalitarias del siglo XX que sirven de telón de fondo al propio Gary? ¿No son los políticos también, la élite dirigente a la que pertenece el diplomático (cuya casta había denunciado en Las raíces del cielo), esos expertos “fraudulentos” y “mediocres” en cuyas manos hemos depositado nuestro destino -como afirmara Stanislaw Lem (otro judío europeo) en Provocación- quienes más flaco servicio le están haciendo a la “idea” de Europa?

¿Tendremos, por lo tanto, que buscar una consolación en un irracional deseo, como el que profesa Steiner de que en medio de nuestra brutalidad como especie, sean los santos, los matemáticos, los compositores, los poetas, los pintores, los lógicos o los epistemólogos -esos “grandes charlatanes”, dirá Gary- quienes salven a la humanidad?” ¿Habremos de dar como válida la posibilidad “de que el surgimiento, en nuestro medio mamífero de Platón, de Gauss o de Mozart justifique, redima a la especie que ideó y realizó Auschwitz”? En parte sí, aunque Gary, por medio de Danthès, aún será capaz de dar una vuelta de tuerca y alcanzar una salvífica síntesis: “La gran paradoja de la revolución cultural es que nació precisamente de la cultura intemporal, la de los museos, las sinfonías y los poemas: Mao o Marcuse, la voz que exigía que el mundo cambiase seguía siendo la de Giotto… Danthès sentía que su valor, sus certezas, regresaban. Es la cultura la que, en la belleza abstracta de Mallarmé, lucha hoy contra la miseria; es la que, en Rembrandt, en Vermeer, en Cervantes, hace que aquellos a los que no les falta nada consideren la situación de las masas hambrientas del tercer mundo incompatible con la obra de Rembrandt, de Vermeer, de Cervantes… La cultura es un cambio de las obras por el progreso social, que ella exige y al que accede: consigue que los monstruos sociales de Balzac pierdan su sociedad, igual que las vírgenes del Renacimiento perdieron a su Dios sin que se les haya dejado de adorar. La cultura es una lucha contra todo lo que hace del arte un lujo y de la belleza una alienación y una provocación: es el nacimiento de la ética a partir de la estética… La cultura es lo que saca las obras de arte de su alienación al combatir las realidades sociales indignas de las obras maestras”.

La cultura, aún como trampa, o como juego exquisito, bien pudiera ser así ese “salvavidas contra el vacío” del que hablaba Steiner. Al final, puede que como para Robinson, la cuenta de los gozos del homo europaeus intellectualis (aquél “desgraciado pensante” que, en palabras de Valéry, “entona el canto de su desespero”) sea superior a la de las miserias. Danthès podrá sonreír tras recordar el reproche de su hijo Marc, joven del Mayo francés cuando éste le echa en cara: “Te deseo éxito, pero dudo que lo obtengas. La cultura te borrará, te irá desdibujando poco a poco… De ti solo quedarán unas exquisitas hojas secas entre las páginas de un libro…”

Europa como Relato. “Un hombre que ya no era un hombre” sentado en un banco sosteniendo “una antología de poemas de Hölderlin, que lamentaba no poder leer, porque sabía que no existía y por consiguiente no podía leer”. La sonrisa de Gary, al fin y al cabo un seudónimo de Roman Kacew, pariendo a Ajar. O del corrosivo Ajar tras ver cómo después del suicidio de su creador, él seguiría existiendo. Tal vez porque, como Pessoa vio aparecer ante sí, desde sí mismo, a su maestro Alberto Caeiro, él vio nacer y morir en mitad de un mundo en ruinas a su discípulo Romain Gary, el europeo.

 
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