viernes, 29 de enero de 2010

Gratitud

La gratitud no distingue precisamente a nuestra especie. Mostrar un sincero agradecimiento a aquellos que más han contribuido a nuestro desarrollo, a quienes en un momento dado decidieron arrimar su ascua a nuestra sardina sin esperar nada a cambio, resulta infrecuente. Cuando el reconocimiento procede de un gran hombre y va dirigido a otro que juzgamos inferior por su puesto en la escala de prestigio social, el efecto se multiplica y hace que emitamos íntimamente un largo ¡oh! aclamatorio.

En los últimos días la extraordinaria revista malagueña Litoral ha sacado a la luz un bello número que, dedicado a las caligrafías, recoge testimonios escritos en forma de epístola de brillantes cultivadores del arte, las ciencias y las letras. Juan Cruz destacaba esta semana en su blog de entre todo el material recopilado, una carta que el por entonces recientemente laureado con el Nobel de Literatura Albert Camus, le enviaba a su maestro de primaria, el Señor Germain, en la que, con una desarmadora sencillez le agradecía “lo que usted ha sido y sigue siendo para mí”, y le confesaba que “sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continuarán siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.”

Posiblemente esta carta, que merecería aparecer en el frontispicio de cualquier colegio, nos diga mucho más de Camus que todos los sesudos ensayos que sobre su figura se publiquen este año con motivo del 50º aniversario de su muerte y es fácil imaginarse qué extraordinario torrente de emoción traspasaría el cuerpo del viejo profesor al leer el testimonio del honorable discípulo.

Algo parecido debió sentir el maestro de uno de los más grandes hombres de la América Mayúscula cuando a principios de 1824 pudo leer:

“Ud. Maestro mío, cuánto debe haberme contemplado de cerca aunque colocado a tan remota distancia. Con qué avidez habrá seguido Ud. mis pasos; estos pasos dirigidos muy anticipadamente por Ud. mismo. Ud. formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que Ud. me señaló. Ud. fue mi piloto aunque sentado sobre una de las playas de Europa.”

Cómo no suponer que los ojos de Simón Rodríguez se desbordaron de lágrimas, que aquel anciano venerable y universal que Uslar Pietri nos retrató sabiamente en La Isla de Robinsón, al ver de nuevo de puño y letra la grafía de aquel niño llamado Simón que, ya convertido en Libertador, lo invitaba de nuevo al encuentro “de los cuadros, de los colosos, de los tesoros, de los secretos, de los prodigios que encierra y abarca esta soberbia Colombia”, por fuerza debió sentir un estremecimiento profundo.

Qué lección de vida la de estos hombres que mantuvieron viva la llama del recuerdo hacia quienes les iniciaron en la senda de la virtud y del conocimiento. Qué lección de humanidad para una Europa que no se atreve a dar el salto definitivo que la aleje de su condición de eterna promesa para un mundo en ruinas; para una América que doscientos años después de su emancipación formal mantiene las venas abiertas ante el saqueo propio y ajeno y tiene que ver cómo el nombre de quienes con mayor fe creyeron en su porvenir, es paseado por el florido barro de la demagogia.

Nobleza obliga. Gracias.

martes, 19 de enero de 2010

Juan Luis Cebrián: El pianista en el burdel

Que cada año se publiquen unos 60.000 títulos en España mientras los índices de lectura no nos dejan demasiado bien parados si nos comparamos con muchos de los países de nuestro entorno, es un dato que bien debería movernos a una reflexión. Que de esos miles de ejemplares sólo una ínfima parte llegue hasta los escaparates de las librerías y que de éstos no necesariamente los mejores se coloquen entre los más vendidos, es otra circunstancia que merecería un análisis no menos detallado. Que, mientras con frecuencia un puñado de obras menores concentran la atención de los lectores, verdaderas obras maestras puedan no ser nunca descubiertas por el gran público, incluso permanezcan por siempre –incapaces de penetrar en el círculo de hierro que traza la industria cultural- en el fondo de un cajón, es un pensamiento que tiene mucho de descorazonador.
Así, es justo asumir de inicio que el que un servidor dedique una fracción de su tiempo y un portal de literatura de su espacio a reseñar un título de una de esas escasas personas que en España no necesitan de publicidad extra para promocionar un libro, puede resultar un sinsentido. Muy pocos autores, como Juan Luis Cebrián, disponen de todo un grupo multimedia detrás para hacer de caja de resonancia, por no hablar de que el juicio que sobre la obra en cuestión aquí se emita difícilmente podrá influenciar en modo alguno sobre la repercusión que ésta alcance. Si éste fuese negativo, no serviría para destrozar una reputación (tampoco, para mi desgracia, ni yo soy Sartre ni él, posiblemente por suerte, el Mauriac al que el francés zarandeó (“Dios no es un artista; Mauriac tampoco”) con una demoledora crítica en la NRF); y si todo lo contrario, solo serviría para sumarse al coro de los aduladores a los que la mera enunciación de marcas como Santillana, Alfaguara, El País, Ser, Cuatro, etc, bastaría para borrar de su teclado cualquier combinación de palabras dirigidas a poner en solfa la solvencia ensayística de uno de los mayores gurús de la comunicación “global” en español.

Sin embargo, y al margen de otras consideraciones, lo que tenga que decir el que fuera fundador y primer director de El País y actual consejero delegado del grupo Prisa, sobre el estado del periodismo en la actualidad, tema central de El pianista en el burdel, debe interesar a todos aquellos que piensen, contra Chesterton, que este oficio consiste en algo más que en decir que ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo, no digamos a quienes, como en mi caso, nos ganamos mal que bien la vida en estos menesteres. Todo, a pesar de que quienes se acerquen a esta obra publicada por Galaxia-Gutenberg con la intención de escudriñar algún turbio secreto, acariciar alguna revelación trascendental o siquiera un pecadillo venial, no podrán salir más decepcionados de su lectura. De las controvertidas relaciones entre Cebrián (y todo su grupo) con el expresidente José María Aznar –que constituyen la parte más áspera del volumen- ya teníamos sobrada información (a Aznar lo define, por cierto, de un modo un poco deslucido para alguien que escribe novelas y ocupa un sillón en la RAE, como “el hombrecillo del bigote, con cara a lo Chaplin y alma de inquisidor” o “matarife de la libertad de expresión”), y no cabe decir nada diferente respecto de su evocación de los años de profesión bajo la Dictadura, junto a la narración del papel de la prensa durante la Transición, el capítulo más autobiográfico del libro y probablemente el que más pueda llamar la atención a un joven estudiante de periodismo nacido ya en democracia (aun cuando, terriblemente, algunas de las prácticas de los censores de la época no disten tanto de las que hoy aplican, a despecho del artículo 20 de la Constitución –ése que preside en punto de cruz sus despachos-, algunos directores de periódicos.
Lo que Cebrián consuma a lo largo de esta compilación de ensayos–en la línea de las Cartas a un joven poeta de Rilke, las Cartas a un joven novelista de Vargas Llosa o las propias Cartas a un joven periodista del autor de La agonía del dragón- es una lección, a menudo abstracta y con frecuencia cimentada sobre terrenos profusamente hollados-, sobre el oficio periodístico, que parecería dirigida a quienes se encuentran a punto de encaminar sus pasos hacia esta profesión y que por momentos se asemeja a aquellos libros que se les entregaban a los alumnos de último curso de bachillerato antes de elegir carrera.
El primer ensayo del libro está imbuido de este espíritu. La no demasiado original elección del “mito Watergate” no hace sino reforzar este esfuerzo divulgativo por enarbolar los grandes principios del periodismo (veracidad, independencia, libertad de expresión) haciéndolos reposar sobre un caso emblemático de nuestra época, conocido por todos pero al mismo tiempo impermeable al paso del tiempo, incluso se diría que revalorizado con los años de acuerdo al surco zigzagueante que la prensa, de un tiempo a esta parte, merced a las crecientes “presiones, manipulaciones y chantajes” debe sortear.

Porque si bien es cierto que El pianista en el burdel (título que, como es de sobra conocido, alude al célebre adagio periodístico) redunda en lugares comunes y clichés, está atravesado, y aquí reside su principal interés, por la sombra de una crisis que si bien no es nueva (sino que es consustancial a su propia génesis, como el propio autor se encargará de recordar) parece haber arreciado en los últimos años, tal vez porque ahora como en el siglo XVII, los ciudadanos siguen prefiriendo “la imaginación a la verdad a fin de que ésta no la disturbe demasiado”.

Las siempre agónicas relaciones entre la prensa y el poder instituido ocupan buena parte de las reflexiones que Cebrián nos brinda sobre el oficio, y en este sentido, aun cuando con frecuencia el autor se encarga de subrayar los principios éticos que deben servir de pórtico a todo aquel que ejerza la tarea de informar, cierto nihilismo invade la obra, como si a pesar de que resulta propio del periodismo el verse sometido a las andanadas de los políticos de turno, en tiempo reciente los medios hubieran entregado definitivamente la cuchara resignándose demasiadas veces a nadar “en las babas de la adulación”.

En este sentido, más allá de la autocrítica, no faltan las ásperas catilinarias contra el poder político, ni contra los gobiernos presuntamente democráticos que –resucitando el espíritu de los imprimátur de los antiguos periódicos- se encargan de premiar a sus amigos y castigar a los enemigos a su antojo a la hora de repartir el espectro radioeléctrico. Una revelación que debe de haberle dejado patidifuso.

Porque al fin y al cabo, Cebrián no oculta que junto a la administración de una propiedad pública (el derecho a la información) los directores de periódicos deben velar por otros intereses, esto es, “la continuidad de la empresa, los puestos de trabajo, la pervivencia misma de la tribuna que dirige”. Y los anuncios (a más concesiones, más anuncios y más influencia, no lo olvidemos), que las empresas e instituciones, sean públicas o privadas, insertan en función de la capacidad del contenido para atraer consumidores, “son fundamentales para financiar los medios de comunicación”, hasta el punto de que lejos de ser un “enemigo del sistema”, se convierten en su “aliado”. Acabáramos.

La profesión periodística, del mismo modo que –apunta Cebrián- “tiene a la vez un origen canalla y un pedigrí regio, características que la han acompañado durante toda su historia”, parece moverse entre la defensa de las libertades frente a los abusos de los que mandan y, en el extremo opuesto, la arbitrariedad y el desdén hacia los derechos de los ciudadanos. Sin embargo, “las cosas últimamente no han hecho sino empeorar”. Y así, junto a la extensa lista de amenazas que el autor de Francomoribundia se encarga de repasar, y entre las que figuran la abundancia de información (que no redunda automáticamente en “una mejor información”); la dificultad de discernir la línea que separa la propaganda del deber de informar; la invasión de la vida privada que no sólo la llamada prensa rosa perpetra; el empeño de algunos de “gobernar desde las páginas de los periódicos”; la degradación del concepto de periodismo como género literario particular análogo al ensayo, la novela o la obra de pensamiento, y por lo tanto su encanallamiento; la transformación de la información en mero ocio y entretenimiento; o que la rentabilidad de las empresas de comunicación termine solapando todo lo demás al grito de “todo vale”; aparece otro escollo que es de nuevo cuño: la avalancha digital, el cambio de paradigma de la información que internet ha propiciado y de manera específica, lo que Cebrián llama “los confidenciales” y que explica como “esa infinita pléyade de boletines en red que mezclan realidad y mentira, difamación y elogio, con una arbitrariedad impune”.
En este punto descubrimos cómo Cebrián va de pionero pero trasunta un miedo reverencial a los nuevos medios digitales, a los que observa con un indisimulado paternalismo y a los que parece querer exorcizar adhiriéndoles una etiqueta que, suponemos, el consejero delegado de Prisa no le colocaría a elpais.es (que no parece un “vertedero de estupideces e inmundicias”). No sabemos si aquí se erige en celoso defensor de las esencias del oficio, si la nostalgia por un pasado glorioso (esa época dorada (sic) que terminó con la concesión de las primeras emisoras privadas de televisión) le empaña la mirada o si es a través de la visión del que, al fin y al cabo, hace tiempo que colgó la pluma de periodista para erguir la calculadora del vendedor de diarios, por quien se pronuncia. El caso es que, a pesar de sostener en más de una ocasión que la cuestión fundamental no reside en el soporte de la información, sino en la información misma, incluso de cantar las alabanzas de lo que supone la convergencia entre textos, vídeo y audio dentro de un mercado global sin fronteras geográficas ni temporales, Cebrián se mueve con enorme incomodidad entre tanta ‘modernura’ y termina cayendo él mismo en aquello que pretende denunciar, mezclando lo serio con lo grotesco y, lo que es más preocupante, dejando pasar de largo una evidencia: que parte del mejor periodismo se hace ya hoy a través de plataformas digitales.

Informar con rigor, con objetividad, sin descuidar los intereses empresariales, poniendo coto a las intromisiones del poder político pero valiéndose de este mismo poder para aspirar a lograr o para consolidar una posición de liderazgo, y ser capaz a la vez de tomar partido ante los hechos que se le presentan, de dejar de lado la neutralidad y pronunciarse sin ambages sobre las grandes cuestiones de la actualidad, incluso a costa de poner en peligro esos mismos intereses… Esta conflictividad de valores que se da en las empresas periodísticas entre su supuesta razón de ser y la necesidad de generar riqueza es la que atraviesa la obra y nos da cuenta, por otra parte, del conflicto que padece el empresario/periodista. Lo que nos hace recordar aquél célebre caso, convertido en triste paradigma del carácter camaleónico de la prensa según qué circunstancias, que nos ilustra acerca de cómo fueron evolucionando los titulares de un periódico francés durante los días del destierro de Napoleón y su posterior retorno a París:

“El Monstruo se escapó de su destierro”.“El Tigre se ha mostrado en el terreno.
Las tropas avanzan para detener por todos lados su progreso”. “El Tirano está
ahora en Lyon. Cunde el temor en las calles por su aparición”. “El Usurpador
está a 60 horas de marcha de la capital”. “Bonaparte avanza con marcha forzada”.
“Napoleón llegará a los muros de París mañana”. “El Emperador está en
Fontainebleau”. “Su Majestad El Emperador hizo su entrada pública y llegó a las
Tullerias. Nada puede exceder la alegría universal ¡Viva el Imperio!”

Evidentemente, no queremos sugerir que éste sea un patrón recurrente ni que podamos aplicarlo a quien nos ocupa –por mucho que haya quien malintencionadamente juzgue como mágica la transformación de Cebrián de “periodista del Régimen” a “adalid de las libertades”- pero sus, por otra parte, razonables críticas, nos hacen cuestionarnos la legitimidad de los motivos que encierran. ¿O no es cierto que la propia empresa de la que el fundador de El País es consejero-delegado viene librando en los últimos años una descarnada lucha con el Gobierno por el control de la influencia mediática? ¿Podemos tener la certidumbre de que las penetrantes críticas a cierta política oficial de medios obedecen únicamente al deseo de denunciar una injusticia, la erosión de la libre competencia, o estamos llamados a pensar con no menos base que tal denuncia no refleja por encima de todo una airada defensa de los propios intereses en tiempos de especiales dificultades económicas?

El romanticismo de Cebrián se acaba con la Transición, la bohemia del oficio termina sepultada cuando los censores oficiales del régimen ceden el testigo a la plural dictadura del mercado. Y si bien la influencia de los periódicos, tal y como los hemos conocido, “toca a su fin” (el propio Napoleón, por seguir con el personaje, afirmaba temer más a tres diarios que a mil bayonetas) no es menos cierto que el papel de las grandes empresas en cuya estructura se integran, sigue siendo decisivo para el transitar de nuestras sociedades democráticas. La devoción y el negocio vuelven a imbricarse en este punto y terminan de configurar un ideario en el que lo local y lo global (lo “glocal”, como lo acuñara Roland Robertson) se funden en aras de la propia supervivencia. El castellano, como idioma que une a cuatrocientos millones de personas en el mundo, se convierte así en una extraordinaria oportunidad para afrontar la dispersión de la era digital y los escasos márgenes económicos con los que trabaja el nuevo periodismo. La concentración se convierte en una verdadera necesidad. El paso de “independiente” a “global” de la cabecera de El País está más que justificado.

En el fondo, doscientas páginas después sigue en pie una constatación, que los burdeles siguen siendo más respetables que las propias redacciones de los diarios. O que hay formas más dignas de prostituirse que otras. A este triste certificado hay que sumar el hecho de que terminamos obteniendo razones más que convincentes para poner en cuarentena las palabras de Sami Naïr, director de la colección, en su prólogo. Allí donde dice, refiriéndose al autor: “Pero lo que no se puede discutir, porque es indiscutible, es que será siempre una gran voz libre de la España democrática”. Dejémoslo en “gran voz”; lo de “libre” es harina de otro costal. Que nadie se rasgue las vestiduras. No podría ser de otra forma.
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Publicado en literaturas.com

jueves, 14 de enero de 2010

Solidaridad


Después de enterarme de que Brad y Angelina se solidarizaban con Haití, me he quedado mucho más tranquilo. Dónde va a parar. Consuela conocer que aunque los españoles somos supersuper solidarios, también hay otras personas en el ancho mundo con una irresistible tendencia hacia la filantropía. Además, quién no se conmovería ante la devastación de ese auténtico paraíso polinésico, de playas cálidas, aguas cristalinas y unos resorts del auténtico carajo que, para más inri, dejó inmortalizado el genial Van Gogh. Gauguin. ¿Cómo? Gauguin. ¿El de la oreja cortada? No, ése es Van Gogh. Ah. Y por cierto, te estás refiriendo a Tahití, darling. Ah, ok.

Como en tantas ocasiones, ha tenido que llegar la catástrofe para que el ojo de Mordor de la información dirija su foco hacia un país instalado en la miseria. Oye, cómo era la mora esa que hizo una huelga de hambre por algo del Sáhara o ajín. Heidegger, me parece. Eso, eso. Y, esos otros, los negritos, vaya, ¿seguirán matándose a machetazos? Qué va, algo dirían en la tele. Pues tienes razón Angelina, cómo se nota que vienes de familia de diaristas.

La historia de Haití, por desgracia, no tiene nada de original. Desde que hace 206 años, el general Jean Jacques Dessalines proclamara la independencia afirmando que el Acta de constitución hubiera debido escribirse sobre el pergamino de la piel de un blanco, el viaje de la excolonia francesa ha sido un perpetuo transitar entre los diferentes círculos del infierno. La corrupción, el despotismo, los golpes de Estado, las catástrofes naturales, una voraz deforestación que ha arrasado con el 98% de la superficie arbórea han llevado a la parte oriental de la antigua La Española a engrosar la parte de cola dentro del Índice de Desarrollo Humano: estremecedor pensar, a la vista de los datos y de las imágenes, cómo deben vivir los ciudadanos de alguno de los 27 países que aún se encuentran por debajo.

Sin embargo, los índices estadísticos no expresan demasiado. Es sabido que hay millones de pobres en el mundo, decenas de Estados fallidos, numerosos gobiernos cleptocráticos que actúan incluso con la connivencia de Occidente, de aquella parte del mundo cuyos habitantes ahora se encandalizan diciéndose pero cómo podían vivir ajín y a los que su clase política trata de consolar -haciendo gala de su elevada moral- haciendo llegar aviones con todo aquello que, igual no se habían dado cuenta, ya necesitaban antes del desastre: comida, medicinas, consuelo.

Ahora, desde las entrañas mismas de la tierra ha partido un grito que ha dado la vuelta al mundo, nada que ver con los gemidos apenas perceptibles para la comunidad internacional que le han reportado al país su interminable nómina de asesinatos, saqueos, invasiones y demás desastres “naturales” y que lo mantienen sumido en la extrema pobreza, sino de ese tipo cutre y sin brillo que no vende, que no da juego, que no convoca la atención ni de un maldito free lance por falta de compradores.

La espera, sin embargo, ha merecido la pena. En Japón un terremoto así habría sido casi inocuo. Aquí, sin embargo, podemos disfrutar de filas de cadáveres en las aceras, de estremecedoras brigadas caninas y, sobre todo, de la mirada de esa niña saliendo de entre los escombros que se te queda pegada como una costra en el alma.

Todo, pues, preparado. Solo falta que JorgeJavi y la madre de Andreíta preparen una edición especial de su programa desde las ruinas. Por Haití lo que haga falta.

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Recomendamos:
"Haití, de la catástrofe a la hecatombe" (fronterad)

viernes, 8 de enero de 2010

Camus: un homenaje sartreano

Había de ser quien más furibundamente lo había atacado, el que terminara haciéndole su mayor epitafio. “Llamo escándalo al accidente que mató a Camus”, escribía Jean-Paul Satre días después de que todo se hubiese "absurdamente" consumado -"No conozco nada mas idiota que morir en un accidente de auto", había dicho Camus en referencia a la muy reciente perdida de Fausto Coppi-, aquel 4 de enero de 1960.

Atrás quedaba, como un mal sueño, enterrado entre el dolor y la culpa, el escándalo de su público distanciamiento cuando, ocho años antes, el argelino inauguraba con la publicación de El hombre rebelde, con permiso de Husserl y Heidegger, la más agria y desasosegante polémica intelectual del siglo XX.

El detonante, de sobra conocido, fue la implacable denuncia que Camus efectuaba de los campos de concentración en la URSS, que venía a considerar como una consecuencia lógica e inevitable del marxismo que había nutrido el pensamiento y la praxis revolucionarios. Sartre, tras fracasar en su empeño de emprender una tercera vía entre los dos bloques antagónicos que se disputaban la hegemonía mundial (capitalismo y socialismo), había terminado asumiendo, con matices, las tesis de los comunistas, de ahí que el ensayo de su amigo, que no admitía posibilismos de ningún tipo y que fue ampliamente elogiado por la prensa conservadora, fuera considerado como una bofetada en pleno rostro.

Pero, más allá de las irreconciliabes discrepancias de fondo, la secuencia de los hechos terminó provocando una separación a la que solo la muerte del autor de El extranjero, pondría fin.

A Camus le enfureció que Sartre delegara en un joven marxista, Francis Jeanson, la labor de refutar sus postulados en Les Temps Modernes y su airada respuesta al director de la publicación, terminó provocando la intervención del parisino. “Querido Camus: Nuestra amistad no ha sido fácil, pero la echaré de menos”. Así comenzaba Sartre un escrito plagado de ataques personales en el que vapuleaba a su viejo amigo. La furia, teñida de decepción pero no por ello menos inclemente, del autor de El ser y la nada zanjaría la disputa y haría imposible la reconciliación. Sartre se burló del argelino, ridiculizó sus orígenes modestos, con paternal suficiencia le tildó de frívolo, lo alineó en el bando de los reaccionarios y, lo que era más cruel, trató de desacreditar su competencia filosófica acusando su pensamiento de vago y trivial, cimentado en lecturas de segunda mano, carente de rigor y profundidad.

Ni asomo del reconocimiento recíproco, de los elogios, las colaboraciones, la complicidad, las fraternales francachelas de los buenos tiempos. Camus fue “probablemente el último buen amigo” le diría Sartre a Michel Contat. Pero un resentimiento larvado se había ido fraguando en el alma de los dos grandes hombres. Al principio, en forma de minúsculas diferencias, más tarde incluso a través de algún lío de faldas.

Hasta que estalló. (Salen. Silencio).

Sin embargo, ninguno de los dos podría romper el vínculo. Mientras Camus “se paseaba por la casa como un toro herido”, Sartre no le quitaba ojo. Era incapaz, como reconocía en su homenaje póstumo, de evitar “pensar en él, sentir su mirada fija sobre la página del libro o del diario que él leía, y preguntarme “¿Qué dirá de esto? ¿Qué dirá de esto, ahora?”

Loando “la existencia del hecho moral, contra los maquiavélicos, contra el becerro de oro del realismo”, ¿contra sí mismo?, Sartre reconocía su derrota. Se liberaba así de la pesada carga que había arrostrado y preparaba de paso su coartada para el gran juicio de la Historia.
Decididamente, era mejor tener razón con Camus...
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