jueves, 16 de diciembre de 2010

Ser Iñaki Gabilondo


Once upon a time in my life que quise ser Iñaki Gabilondo. No como Iñaki Gabilondo, sino el mismo Iñaki. Hubo otras veces en que quise alternativamente convertirme en Butragueño, García Márquez o el zapatero de Kim Bassinger, pero mejor dejaremos esto para otra ocasión.

Quería ser Gabilondo porque representaba para mí toda la pureza de un oficio que ya por entonces barruntaba no había de ser fácil, que te obligaba a mantener un inestable equilibrio entre diversos poderes que no siempre se presentaban de forma clara, fuerzas oscuras y malévolas que atentaban contra la neutralidad, la independencia, la imparcialidad o como queramos llamarlo de aquel que estaba llamado a contar las cosas únicamente tal y como son, ni siquiera como deberían ser. Huelga decir que en aquel tiempo soñaba con ser periodista, no sólo eso, sino periodista de la Sociedad Española de Radiodifusión, salir de mi casa cada día, radicada no importa dónde, encaminando mis pasos, eso era lo importante, hacia el mágico número 32 de la Gran Vía madrileña.

Por aquel tiempo Gabilondo era la más rutilante estrella en el firmamento de la radio y su luz cegaba ya a astros como Antonio Herrero o Luis del Olmo, voces imprescindibles de mi infancia. ‘Hoy por hoy’ se había convertido en la sintonía matinal de un país que había apostado por ser europeo, abierto y avanzado sin perder por tal motivo ese aire de cierta circunspección que acompaña a aquel cuyos pasos hollan una tierra tan largamente castigada y que seguía sumida en el trauma de sus infaustos episodios recientes. Y Gabilondo, ese donostiarra enamorado de Sevilla y de la música clásica, de voz profunda, enérgica y pausada, representaba como nadie el espíritu de los nuevos tiempos.

Su biografía personal, le confería además, sin él perseguirlo, un aura de legitimidad que lo convertían en un guía natural para millones de personas, pues por mucho que él se refiriera a la radio como una “segunda voz” la gente habría pagado por escucharlo solo a él en primer término. Seducido por el personaje, yo leía sobre él todo lo que me caía en las manos. A través de entrevistas, artículos y perfiles más o menos desarrollados (incluyendo aquella biografía, Ciudadano en Gran Vía, que devoré con fruición) supe así de su vida y sus obras. Descubrí que era de familia numerosa, que había perdido a su primera esposa en trágicas circunstancias, que había sido un testigo privilegiado de la Transición, que a pesar de su temprana vocación periodística se había puesto frente al micro casi sin pretenderlo.

Uno de los momentos álgidos de esta relación de admiración que sostuve durante años se produjo cierto día en el que mandé un e-mail al programa dentro de una sección dedicada a la participación de los oyentes. Creo recordar que el motivo era la celebración del 75º aniversario de la radio. Pues bien, Gabilondo no sólo leyó íntegro mi escrito, una pequeña reflexión sobre la importancia del medio sonoro en nuestras vidas, sino que añadió al final: “Siento lo mismo, joven colega”.

Yo daba por entonces mis primeros pasos en la comunicación iniciando un camino azaroso que no sabía adónde debía llevarme o si me llevaría a algún sitio. Lo hacía además en la emisora local de la SER en Vélez-Málaga, y las palabras del maestro refrendado mi opinión –que yo profería en calidad de recién llegado a la profesión, aunque por entonces no cobrara un duro por el trabajo- representaban algo así como la confirmación de que mi esfuerzo no era en vano, de que aunque me había visto obligado a desviarme por algún tiempo de mi primera vocación, aún estaba a tiempo de reconducir mis pasos y lograr mi sueño. Ser Iñaki Gabilondo.

Todavía habría de pasar un tiempo hasta que comprendiera que nunca lo sería. Que si bien alguna vez podría llegar a adulto, ya jamás nacería vasco, ni sería testigo y protagonista de un momento capital de nuestra historia ni, lo que resultaba más amargo, reuniría las condiciones necesarias para unir a millones de personas en torno a mi mesa camilla particular.

Sin embargo, no tardaría demasiado en descubrir que tampoco Gabilondo era Gabilondo, al menos el que yo había pensado que era. Mientras permaneció en la radio fue más fácil seguir manteniendo mi fe en él. Incluso cuando libró su particular cruzada contra Aznar (vale que instado por su contrincante) no dudé en defenderlo ante quien fuera. No había tenido más opción. Al enemigo, ni agua. Es más, su posterior arrepentimiento, al revelar que se había dejado llevar por el calor del momento, no hacían más que engrandecerlo. Pero a partir del nacimiento y de su desembarco en Cuatro, todo empezó a cambiar.

Y eso que aún recuerdo nítidamente cómo Mari Carmen y yo esperamos sentados frente al televisor a que él mismo cortara la cinta de la cadena. Qué felices nos las prometíamos entonces y qué idiota habríamos juzgado a aquel que hubiera osado vaticinar semejante fin para el nuevo canal, nada menos que incorporado por Telecinco al imperio Berlusconi. Cuatro había nacido para redimirnos de tanto “tomate”, “Gran Hermano” y demás zafiedad televisiva. Por fin nacía un medio verdaderamente progresista, amante de la cultura, valedor de un periodismo que apostara de manera decidida por la investigación. Repito, qué lejos estaban en nuestra mente los Fama, Manolos y demás productos que no tardarían en arrasar con nuestras desmedidas expectativas.

Por eso le perdonamos a Iñaki que dejara su programa en la radio y lo pusiera en manos, ay, me voy a callar. Por eso no quisimos prestarle atención a aquellos titubeos ante la cámara de los primeros meses que nos hacían mirarnos consternados a veces, ante el espectáculo de ver al pez fuera del agua y a punto de morir asfixiado. A la postre, las frases que utilizábamos eran del tipo “Esto es un telediario de verdad”, “Eso es, más análisis y menos sucesos”, “Espera, cenamos después del informativo” y cosas por el estilo. Si la ministra de Fomento hacía de reportera, micro en ristre, para darnos la última hora no pasaba nada; si al poco tiempo había que “agilizar” el espacio, acortando las entrevistas, no importaba; a fin de cuentas la audiencia es la audiencia y es la que nos da de comer (sic), y solo por escuchar esos editoriales en prime time y por asistir esporádicamente a esos especiales de análisis electoral merecía la pena todo lo demás.

Pero, entonces llegó aquel ‘pillado’, sí, el de la entrevista a Zapatero. Vale, ya sabíamos que Cuatro había sido un regalo del Gobierno, anterior a aquel otro regalo que le hizo a Mediapro y, demonios, no éramos tan idiotas para ignorar lo que el PSOE y PRISA se debían mutuamente. Hasta Iñaki, pensábamos aunque no lo decíamos, debía de estar enterado. Pero, el que se pusiera en evidencia de manera tan clara, chirriante y obscena resultó definitivo. Gabilondo siendo cogido asesorando al presidente en su campaña después de una entrevista era demasiado. A cualquier otro se lo habría perdonado. A él no. En ese momento no supe si me molestó más la inmoralidad o la torpeza pero el caso es que dejé de verlo. Después de más de veinte años siguiéndolo me desprendí de un magisterio que ya no necesitaba. Y lo más extraño de todo, es que lo hice sin dolor.

Por aquella época mi aventura en el mundo de la comunicación no atravesaba por su mejor momento. En la SER no pude hacer carrera y entré en una de esas empresas multimedia que afloraron en muchas ciudades medias y pueblos con pretensiones de nuestro país en los primeros años de la década favorecidas por la bonanza económica general. El desarrollo tecnológico (que abarataba tremendamente los costes), sumado al creciente interés por los partidos políticos en el ámbito de la comunicación local (donde podían jugar a sentirse importantes haciendo como que influían en una opinión pública bastante menos estúpida de lo que ellos se figuraban), propiciaron el crecimiento de grupos liderados en su mayoría por mercenarios que podían aspirar a aglutinar radio, televisión y prensa escrita, siempre que dispusieran de un buen respaldo oficial.

Hoy, muchos de aquellos emprendedores subvencionados duermen el sueño de los justos o son acuciados por las deudas, amparados por un sistema legal garantista hasta la grosería para aquellos que se lo pueden permitir. El caso es que ahí me vi, sin comerlo, ni beberlo, asumiendo cada vez mayores responsabilidades, que ni había pedido ni deseaba, distanciándome a cada paso de todo aquello que había sido un día mi ideal, al socaire de los vientos partidistas de turno, a años luz de cualquier forma de periodismo conocida, siendo víctima y cómplice de una situación inimaginable para mí sólo hacía unos años antes y que no podría describir sin sonrojo. En definitiva, ahí me vi, a mi minúscula escala, dándole la mano a Zapatero y haciéndole el caldo gordo. Fíjate tú por dónde, me decía, sí que tenía algo que ver con Iñaki.

Reconozco que este pensamiento, que hasta hace poco no me ha abandonado, no es justo en absoluto, que nacía del resentimiento hacia una profesión que puede ser tremendamente ingrata pero capaz también de proporcionar impagables momentos. El rencor, fruto de la decepción que produce el quedarse con el dorado entre los dedos, hacia aquel que había idolatrado se mezclaba con mi propia penitencia personal. Me sentía estafado por los demás pero, especialmente, burlado por una parte de mí mismo, por la mano derecha que había pretendido que nada supiera lo que estaba haciendo la izquierda, todo para no reconocer que había sido un iluso pretendiendo que la vida era un cuento y que podría sentirme mejor diciéndome a mí mismo que todo era una porquería, es más, que mi ventaja respecto a Gabilondo y lo que me convertía no sólo en mejor persona sino incluso en un periodista menos perjudicial para la salud pública es que yo era un mentiroso de mucha menor enjundia.

Y entre estos pensamientos estuve consumiéndome hasta hace unos meses. Hasta que abandoné los medios. Solo entonces pude volver a Gabilondo sin sentir vergüenza propia ni ajena. De algún modo, lo había perdonado (y me había perdonado), sabiendo ya, claro, que nada volvería a ser lo mismo, o al menos no más parecido de lo que resulta un adolescente respecto a un hombre de 34 años. Reconciliado de nuevo con su forma serena de ejercer el oficio, volví a él intermitentemente en las noches de CNN+ casi para decirle adiós. El tiempo suficiente para poder anticipar lo que este país lo va a echar de menos cuando se retire y nos deje en manos únicamente de sus peores versiones, de aquéllos que en su corrupción sin mácula convierten en algo casi naïf sus indisimuladas afinidades, de quienes jamás dudan ni preguntan ni, probablemente, sientan nunca la necesidad de reconocer las propias equivocaciones, quién sabe si sentados bajo una luz tenue con la novena de Beethoven sonando en la bandeja del CD.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

H.G. Adler y los mensajeros de la vida

Simon Srebnik, superviviente de Chelmno, 34 años después

“No se puede contar. Nadie puede imaginar lo que pasó aquí. Imposible. Y nadie puede entenderlo”. Los ojos de quien así habla recorren la amplia extensión rodeada de bosque a las afueras de Chelmno-del-Ner (Polonia) en la que 400.000 judíos fueron enterrados y más tarde incinerados tras ser asesinados en camiones de gas durante los algo más de tres años que estuvo funcionando el campo de exterminio allí instalado. La absorta mirada que ahora ve desfilar de nuevo ante sí los fantasmas de miles de compañeros de infortunio pertenece a Simon Srebnik, uno de los dos supervivientes de esta fábrica de muerte que, invitado por Claude Lanzmann para la realización de un gran documental sobre el Holocausto, ha aceptado regresar 34 años más tarde a aquella siniestra estación del infierno concentracionario nazi.

A diferencia de la mayoría de prisioneros, Simon había logrado prorrogar su existencia más allá de lo razonable en Chelmno por su facilidad para los juegos que por diversión organizaban los responsables del campo, así como por su melodiosa voz, que ejercitaba especialmente cuando varias veces a la semana tenía que remontar el río Ner en una barca para ir a alimentar a los conejos. El niño cantor desgranaba así aires de folclore polaco y cantinelas militares prusianas aprendidas de los soldados para deleite de sus celadores y de los habitantes, cristianos ejemplares, de una población que sabía demasiado bien cuál era el fin que al pequeño y a los suyos se les tenía reservado.

Simon Srebnik tenía poco más de 13 años cuando los alemanes, advertidos de la llegada de los soviéticos, decidieron ejecutar a los pocos supervivientes judíos que quedaban antes de abandonar el lugar. Sólo que en su caso, la bala que le descerrajaron no le atravesó ningún órgano vital y pudo arrastrarse hasta una pocilga de cerdos, donde horas después fue descubierto y sanado.

Lo hemos escuchado cientos, miles de veces, con palabras iguales o parecidas. “No se puede contar. Nadie puede imaginar lo que pasó aquí. Imposible. Y nadie puede entenderlo”. Se lo escuchamos a Günther Grass cuando advierte: “Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender”; lo advertimos en la desesperada inquisición de Jorge Semprún: “¿Pero se puede contar? ¿Podrá contarse alguna vez?” Lo hemos musitado nosotros mismos, simples testigos silenciosos de los testimonios que en oleadas han traído a nuestra orilla todo ese material a partir del cual construir una catedral de horror y vergüenza. Pero “la angustia del posible olvido”, como dijo otro superviviente, Imre Kertész y la necesidad de comprender lo “impensado e impensable”, como escribió Reyes Mate en alusión a lo que supuso Auschwitz, han prevalecido sobre la incitación al olvido de aquellos (especialmente en los años inmediatamente posteriores al Holocausto) que quisieron tender un tranquilizador manto de silencio sobre uno de los acontecimientos capitales de nuestra aventura humana.

Tal vez sea porque efectivamente no cayó en saco roto la célebre frase de Jorge Santayana que recibe a quien visita el campo de concentración de Dachau: “El que olvida la historia está condenada a repetirla”; o que siga resonando dentro de nuestras cabezas aquella incontestable y aterradora sentencia que reformuló George Steiner, cuando señaló: “Nosotros llegamos después. Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”. El caso es que resulta difícil substraerse a la idea (sobre todo tras haber leído Modernidad y Holocausto de Zygmunt Bauman y aceptado que el Holocausto “fue un inquilino legítimo de la casa de la modernidad; un inquilino que no se habría sentido cómodo en ningún otro edificio”) de que la verdadera piedra en el zapato de nuestra civilización, el momento preconizado por Valéry en el que “podemos decir que todo lo que sabemos, es decir, todo lo que podemos, ha acabado oponiéndose a todo lo que somos”, en el que “ya no nos atrevemos a excluir lo inimaginable” (Raul Hilberg) tiene mucho que ver con la experiencia que Simon Srebnik revive en Shoah. Sí, definitivamente, como sostiene Steiner, “somos homosapiens posAuschwitz” y, por lo tanto, no debemos desdeñar el hecho de que sin los testimonios de los supervivientes, como apuntó uno de los cronistas paradigmáticos del universo concentracionario, Primo Levi, “las proezas de la bestialidad nazi, por su propia enormidad, podrían quedar relegadas al mundo de las leyendas”. De hecho, éste fue uno de los estímulos esenciales que anima la obra de hombres y mujeres como Elie Wiesel, Wladyslaw Szpilman, Paul Steinberg, Robert Antelme, Victor Frankl, George Perec, Tadeusz Borowski, Jorge Semprún, Boris Pahor, Seweryna Szmaglewska, Primo Levi, etc., supervivientes que con sus textos dieron validez a aquella afirmación de Hannah Arendt de que “las bolsas de olvido no existen”.

Ellos fueron, al fin y al cabo, pese a los reproches acerca de la utilidad de su propósito, de la invitación tácita a no aparecer en público, como escribió H. G. Adler en el prólogo a su obra fundamental, verdaderos “mensajeros de la vida”, viajeros que adquirieron la certeza de que el único camino practicable hacia la liberación pasaba por la memoria, como subrayó el premio Nobel húngaro autor de la imprescindible Sin destino.

Precisamente, estos dos últimos autores forman parte de la selecta nómina de testigos que elevaron su peripecia vital a la categoría de arte por medio de una escritura que supo penetrar en sus respectivas experiencias trascendiendo el mero dato biográfico o la recreación histórica. Junto a las autobiografías más o menos fidedignas, incluso junto a los testimonios de urgencia, escritos en mitad del cautiverio, a hurtadillas, para ser salvados de las más diversas formas –los documentos que harían posible la publicación de Crónica del gueto de Varsovia de Emmanuel Ringelblum, activo miembro de la Ayuda Social Judía fusilado junto a su familia en 1944, escaparon de ser destruidos gracias a ser escondidos en dos latas de leche-, versos como los que conforman el “Todesfuge” de Paul Celan, o novelas menos conocidas como Un viaje de Adler han contribuido en no poca medida a expresar la indecible “verdad” del Holocausto.

La literatura, que a mitad del siglo pasado se ve envuelta en los debates que protagonizan los defensores y detractores del “compromiso”, el objetivismo y demás modas efímeras, se convierte de este modo en un arma poderosísima para luchar contra el antilenguaje de los campos de exterminio, tratando de restituir al “animal lingüístico” que es el hombre a base de desafiar el célebre apotegma de Adorno. Escribir un poema después de Auschwitz será sólo entonces posible si somos capaces de orientar nuestro pensamiento y acción de modo que lo ocurrido no pueda nunca más suceder, esto a pesar de que para lograr celebrar “la miserable belleza de todos los matices reconocibles del gris”, únicamente nos quede, como escribirá Grass, un “lenguaje dañado”. Un lenguaje atravesado por “la voz rota que domina el arte contemporáneo”, en acertada expresión de Kertész, después de que la verdad de los campos saliera a la luz y la Humanidad tuviera que contemplarse a sí misma en el espejo.

Aunque no suele ser incluido en las listas habituales cuando se habla de la llamada “literatura del Holocausto”, el checo Hans Günther Adler -cuyo centenario celebramos [sic] este 2010- es uno de los ejemplos más brillantes de entre cuantos se consagraron al recuerdo de “los queridos muertos”, hasta el punto de convertir este asunto en el verdadero sentido de su vida. Crecido en el seno de una familia burguesa de Praga, y versado en literatura, filosofía, psicología y música (se doctoró con una tesis sobre “Klopstock y la música”) Adler ya intentó establecerse como escritor antes de que sus ilusiones se desvanecieran con la subida al poder del nazismo. En 1941 inició aquel viaje que le marcaría para siempre, recalando un año más tarde en Theresiendstadt con su primera mujer y la familia de ésta. En 1944, el matrimonio llegaba a Auschwitz, donde Adler perdería a su esposa después de que ésta tomara la decisión de acompañar a su madre a las cámaras de gas para que ésta no muriera sola. Otros campos acogerían al escritor en los meses siguientes hasta que finalmente en abril de 1945 fuera liberado por tropas norteamericanas. Al llegar a “casa”, sin embargo, H. G. Adler descubrió que tampoco allí podría ser libre y así en 1947, huyendo del régimen comunista, comenzó su peregrinación por medio mundo al tiempo que iba construyendo esa “obra de arte total”, en palabras de su biógrafo Jürgen Serke, compuesta por una enorme cantidad de poemas, relatos, novelas y ensayos, incluyendo su gran monografía Theresiendstadt de 1941 a 1945: la faz de una comunidad forzosa.

Pero, fue de entre todo ese ingente material, en Un viaje (traducción de Carmen Gauger, Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores), donde se ubica el meollo de su reflexión sobre la realidad de los campos. Todavía, a día de hoy, resulta bastante incomprensible el papel menor que esta obra ha desempeñado no ya sólo dentro del amplio abanico de textos que sobre el Holocausto han ido apareciendo, sino dentro de la narrativa de la segunda mitad del pasado siglo en general. Que no haya sido sino hasta hace unos meses que esta novela apareciera publicada en español es un dato ya bastante revelador, pero la mala fortuna que acompaña a Un viaje se remonta a la fecha en que nació. Escrita entre 1950 y 1951, y por lo tanto considerada como una de las primeras obras de ficción que abordaron sin ambages la realidad del exterminio, habría de pasar más de una década hasta que Knut Erichson reparara en ésta y decidiera publicarla en Bibliotheca Christina de Bonn como un mal menor. Previamente, los reveses se habían sucedido uno tras otro, incluyendo el que le propinó a Adler el poderoso editor Peter Suhrkamp, quien le dedicó al libro estas amables palabras: “Mientras yo viva este libro no se imprimirá en Alemania”. Razones de índole histórica, relacionadas con “el afán de perdón de la posguerra”, de “no agitar aún más el gigantesco problema de los refugiados”, en definitiva de todo aquello que contribuyó a “reducir el Holocausto a un lugar secundario de la Historia de Occidente”, como arguye Carlos Morales cuando intenta descifrar las causas de la ‘amnesia posHolocausto’ –Primo Levi espeta en un momento dado a este respecto: “Los que me esperaban se tapaban los oídos. Los que pudieron me esquivaron”-, no valdrían para explicar este caso, entre otros motivos porque Adler en ningún momento introduce la “cuestión judía” en el texto ni apela a ninguna supuesta culpa alemana, al menos de forma directa.

La escasa repercusión obtenida –en proporción a sus méritos- por Un viaje en las décadas posteriores nos obligaría, de este modo, a apelar a otros motivos de índole más puramente literaria o, mejor dicho, editorial/comercial. Ésta es la línea que sigue, por ejemplo, Carolina Moreno Tena cuando trata de explicar por qué razón otra obra fundamental como La piel y los huesos de Georges Hyvernaud sigue siendo desconocida “a pesar del boom actual de la literatura del Holocausto”, añadiendo en este sentido que “una de las posibles respuestas sea nuestra incapacidad o poca predisposición a enfrentarnos a un testimonio despojado de toda épica”. Esto explicaría el éxito de libros como El niño con el pijama de rayas o la película La vida es bella, en los que priman la digestión racionada del dolor y el cálculo del impacto emocional característicos del melodrama, más semejantes en estructura al musical de Hollywood que a la experiencia concentracionaria, al tiempo que relegarían a la marginalidad a otro tipo de obras heterodoxas y renuentes a la clasificación en las que, como elemento añadido, el carácter cronístico o autobiográfico se vería atemperado por el lirismo o por un ensayismo difuso sin pretensiones académicas, como es el caso de Un viaje.

“Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente –nos dice Jorge Semprún en La escritura o la vida -, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio”. Sus palabras se ajustan plenamente al libro de Adler, quien desde una postura inventiva y creativa (por seguir la clasificación que Javier Sánchez Zapatero incluye en su reciente Escribir el horror. Literatura y campos de concentración) intentó demostrar una vez más, con Steiner, que “los peldaños de lo verdadero están en la escalera de la ficción”. Cierto es, como señaló Georges Perec que “Hablar, escribir son, para el deportado que regresa una necesidad tan inmediata y perentoria como su necesidad de calcio, azúcar, sol, carne, sueño, silencio”. La voluntad de contar lo que allí estaba pasando, nos recuerda Reyes Mate, “les motivó para luchar por la vida más allá de toda lógica”, incluso llegando al extremo de arriesgar su vida para dejar un testimonio escrito, pero no es menos importante que esta experiencia fue contada de muchas maneras y si bien todas son igualmente válidas y necesarias por distintas razones (construir una teoría de la verdad que pivote sobre el testimonio, como apunta este pensador no es un motivo menor), hubo un pequeño grupo de creadores que tuvieron la suerte, la fuerza y el talento de enfrentarse artísticamente, trascendiendo su destino personal, a la descripción de un mundo que solo un visionario como Franz Kafka (padre del “absurdo radical”, antesala del “mal radical”) había llegado apenas a vislumbrar.

Aunque en un primer momento pasase prácticamente desapercibida, Un viaje, llamó la atención de figuras como Elías Canetti, quien se adelantó a saludarla como una “obra maestra”, como “el libro clásico de este género de ‘viaje’, de toda pérdida de raíces y de todo exterminio, quienquiera que sea la persona a quien eso le ocurra”. El filósofo apreció desde un primer momento la belleza de la prosa y el hecho de que estuviera escrita “más allá del rencor y la amargura”. Y es que en el libro, que en un principio llevaba por título original Un viaje. Una balada (por reunir, lo que es característico de la balada, elementos líricos, dramáticos y narrativos y por repetir a modo de estribillo una serie de motivos recurrentes) destacan la sátira por encima del realismo descarnado, la ternura sobre el exhibicionismo, el desasosiego sobre la desesperanza. Se trata, como el propio Adler explicó, de una “ironía lírica” en la que el horror se pone los sucesivos vestidos del cariño, la incomprensión, la angustia, la esperanza y una crítica lacerante. “La voz narradora –señala Jeremy Adler, hijo del autor- habla con suavidad, un amor silencioso recorre espectralmente la novela, como el fantasma de lo invisible en un poema lírico”. Esta impresión de conjunto no se ve rota a nivel formal por el flujo polifónico de la conciencia que va conectando y entretejiendo a los personajes, pensamientos y acontecimientos sin que, por lo tanto, y pesar de los ritornelos, bifurcaciones y digresiones, se termine de romper el hilo cronológico que como un implacable telégrafo va haciendo avanzar todo el conjunto.

Se trata, al fin y al cabo, de un viaje, el mismo que recorrieron millones de judíos y expatriados de toda Europa y que tan sólo unos pocos tuvieron la fortuna de poder recordar, contar, escribir…, pero en el caso que nos ocupa éste no abarca sólo el itinerario que parte del apartamento de los Lustig en Stupart (Praga) y termina, tras la liberación de Ruhenthal (Theresiendstadt) en Unkenburg (Halberstadt), a ocho kilómetros del campo en el que se debaten los miembros de esta familia (trasposición de la familia Klepetar, la de la esposa del autor). “Es -como escribe Adler en sus “Presagios”, especie de prólogo de la obra- el propio recuerdo que se va de viaje y que ya estuvo siempre en camino”.

Se trata de alguna manera, de un viaje voluntario, necesario, inexcusable que contrasta con la prohibición de existir que define el destino de los protagonistas, de la familia, de toda la comunidad y que viene trazado en el libro desde la primera línea: “Nadie os preguntó, otros lo decidieron. Os amontonaron, sin que nadie dijera una palabra amable. Muchos de vosotros tratabais de encontrar un sentido, y entonces erais vosotros quienes queríais preguntar. Sin embargo, no había nadie que diera la respuesta. ‘Pero ¿por qué? Un ratito aún… un día… unos años… Tenemos apego a la vida’. Pero no había sino silencio, sólo hablaba el miedo, y ése era imposible oírlo”. Vivir para recordar, para contar, para viajar. “Para el viaje a la muerte todos son buenos”, anotaba la niña Ana Frank en su diario el 19 de noviembre de 1942 mientras veía desde su escondrijo el desfile de inocentes que se encaminaba a un destino no por demasiado conocido menos impensable. Es un viaje que supone un choque brutal con el sentido, con un pasado que de pronto adquiere la densidad de lo irreal, siendo a su vez irreal lo que los prohibidos están ahora viviendo. El que llega de repente, o así les parece a las víctimas, quienes de pronto caen fatalmente aquejadas de “la primera enfermedad mental de carácter epidémico”. Etty Hillesum, una joven judía holandesa que decidió (como la primera mujer de Adler) compartir la suerte de los suyos partiendo desde Westerbonk hacia los campos de Polonia, recoge esta intuición en una anotación personal que logró también ser rescatada: “Poco a poco toda la superficie de la tierra no será más que un inmenso campo y nadie, o casi nadie, podrá habitar fuera”. Sus síntomas, escribe el autor checo, se advierten por la llegada de un imperativo improrrogable: No puedes. “Quedaron prohibidos los caminos, acortaron el día y prolongaron la noche, pero también se prohibió la noche y se prohibió asimismo el día”. De un plumazo “los que antes fueran seres humanos eran ahora de cera, pero seguían vivos”. Mientras que por medio del sarcasmo los soldados se han convertido en “héroes”, los procedimientos de cosificación y zoologización que llevan fría, racionalmente a cabo los perseguidores sobre sus víctimas transforma a ciudadanos hasta hace nada respetables, bien considerados y casi ejemplares (“como si fuera vuestra esa tierra y os perteneciese por derecho”), en “muñecos”, “autómatas”, “figuras de cera”, “fantasmas”, “espíritus vestidos de persona”, “conejos”, “recua” “basura”… Sin casa, sin profesión, sin nombre, sin más derecho que la obediencia ciega “los polluelos amarillos” son transportados con la regularidad de lo consabido. “No puede ocurrir nada sorprendente. Las cosas están claras y en orden como el primer día de la creación. Queda descartado cualquier cambio porque ha sido eliminado de los planes”. Los trabajos forzados, el hambre, la enfermedad, la muerte, hasta el duelo adquieren los contornos de lo rutinario. “El crematorio, rodeado de prados y levantado sobre suelo arcilloso, trabaja bien y a fondo, de manera que desde su inauguración no se han oído quejas”. La aceptación sumisa, el espíritu de conservación, la indiferencia ética hacia el dolor de los demás también forman parte de un plan maestro diseñado para reducir la existencia del prisionero a sus funciones biológicas. “Por un trocito de pan es posible comprarlo todo, pero también venderse a sí mismo”. Las posibilidades de mantenerse en pie se reducen al mínimo para quien no entre en este macabro juego. Muérete tú, que yo moriré otro día, parece ser la divisa que se imponen unos prisioneros a los que no les queda siquiera el consuelo de huir de su mísera realidad al estilo de aquel vagabundo de las estrellas de London. Lo observamos una y otra vez a lo largo de las más de nueve horas que dura el filme de Lanzmann, como cuando escuchamos cómo los miembros de los comandos de trabajo judíos de Treblinka imploraban en silencio que no dejaran de llegar trenes al campo –“producción”, “unidades”, en la terminología nazi- para no tener así que asumir una muerte segura. De ahí que el sentimiento de culpa, el pensamiento de que “los mejores de entre nosotros no regresamos a casa” –como apuntara Víctor Frankl en El hombre en busca de sentido-, la conciencia en muchos casos de haber actuado de forma deshonrosa –cosas todas éstas que, paradójicamente, resultaron indiferentes a la mayor parte de los verdugos, que se escudaron en el estricto cumplimiento de su deber- persigue a muchos de los “renacidos”. Pero, para albergar tales pensamientos han tenido que mantener un mínimo de la humanidad que les arrebataron, recuperar un brillo de pensamiento en la mirada, rellenar el vestido de persona, todo aquello, en definitiva que parece fuera de alcance cuando el mundo, como expresara Elie Wiesel, es “un vagón herméticamente cerrado” que al abrirse solo deja a la vista un montón de “muertos y larvas” (Primo Levi).

Porque “el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso”, como dice el joven protagonista de Sin destino, trasunto del escritor Imre Kertész, pese a ser un deseo aceptado con escrúpulos, llega a ser más fuerte que toda reflexión, lógica o deliberación. Por eso Paul Lustig, tras contemplar a los muertos que están con él, confía “en no tener que avergonzarse ya ante ellos por querer continuar el viaje, por haberse pasado a la mano de la vida”.

“Sólo quien emprende el viaje encuentra el camino de casa”, escribió una vez H.G. Adler en un ejemplar dedicado de Un viaje. Es el único mensaje posible de quien ha perdido todo lo que puede ser quitado, pero que mantiene incólume “el centro”, aquello que permanece “invariable en el viaje”. Pocos actos de rebeldía mayores caben imaginarse frente a aquellos que erigieron o consintieron un sistema en el que los hombres estaban de más y que, por lo tanto, podían ser decretados culpables de existir; frente a quienes no pudieron prever que, como el ‘ángel de la historia’ de Benjamin, ése de “ojos desencajados, boca abierta y alas extendidas” que se eleva mirando hacia el pasado sobre “una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies”-, el mensajero de la vida, al que empuja un huracán llamado Progreso, aún será capaz de efectuar un intento desesperado por “detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”. De mirar el rostro doliente de las víctimas a través de un arte capaz de encarnar esa disciplina que, como afirmaba Paul Klee -cuyo cuadro Angelus Novus inspiró precisamente a Benjamin las Tesis sobre filosofía de la Historia aludidas-, “no imita a la realidad, sino que la desvela”.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Banksy hasta en la sopa

Banksy hasta en la sopa. Alguien podría pensar que la subida a los altares de este graffitero británico podría suponer la viva imagen de la autodestrucción del sistema. De la serpiente que es devorada por las crías que han roto el cascarón. Nada más lejos de la realidad. El caso “Bansky” es la misma prueba de la elasticidad del capitalismo para acoger en su seno a sus hijos rebeldes, para crecer desde la crítica a sus postulados. Como un edredón reversible el orden establecido demuestra su ambivalencia, su desafío al principio de no contradicción, su ser esto y lo otro y lo de más allá en el mismo sentido, toda a la vez, todo a un tiempo, todo el tiempo o a tiempo parcial o depende. No, el sistema no se destruye, se transforma cambiándolo todo para que todo siga igual. ¿Es nuevo? No, lavado con Perlán.

Podemos mirar a Banksy como aquellos anarquistas fin de siècle que aterrorizaban a las cortes y gobiernos de Europa. Encapuchados temerarios, casi suicidas, dostoievskianos, nihilistas. Podemos mirar así a Bansky embelesados, cautivados por su lucidez e inteligencia, por su innata predisposición a escandalizar gustando. Da igual. No duele. Porque hiere siempre a los mismos y con eso ya se cuenta y esos en su acomodada afectación no se rebelarán. No lo necesitan. Podemos mirarlo con los dedos abiertos delante de los ojos fingiendo que escuece. Pero esta bomba hace mucho que está desactivada. Casi desde el principio. Desde que uno de traje un poco más listo que los demás dijo a sus compadres: “Tranquilo, está controlado”.

Banksy es un héroe a medida. Y en este sentido es todo lo contrario de un mártir. Parece parido desde las entrañas mismas de una agencia de publicidad. Es el artista sin nombre, anónimo, desconocido. Simula ser el pueblo pero vende sus cuadros por miles de libras. Cuadros firmados. Firmados por Bansky, el chico de Bristol, ¿pero seguro que es de Bristol? De treintaytantos años. Aunque quién dice que no puedan ser algunos más o menos. Desde luego lo suyo es de traca, pero no por haber abierto los museos al arte callejero, sino por el hecho de haber sido él, Bansky, y no otro cualquier: Mensky, Pransky, Tronsky o vaya usted a saber. En definitiva, es un fenómeno epocal. Inútil hacer aspavientos, decir: ¿quién lo hubiera imaginado? También Gutenberg descubrió la imprenta de tipos móviles, pero a nadie se le escapa que de no haber sido él habría sido cualquier otro. Y lo mismo la gravitación de los cuerpos, la penicilina, la relatividad.

Las leyendas en torno a Bansky se acrecientan y a cada nuevo enigma o rumor sube la cotización. Las micciones de sus soldados son chorros de oro. Pronto no habrá Museo de Arte Moderno o sala de exposiciones municipal que no quiera tener un Bansky. Greenpeace se lo disputa. La MTV se lo rifa. Cuidado con este tipo. Es superpeligroso. En su catálogo aparecen pintadas en muros de Cisjordania, en el centro de Londres, pronto millonarios kuwaitíes limpiarán sus fachadas para que el rico ácrata estampe su sello inconfundible. Aparecerán mujeres en actitud libidinosa pero eso sí, siempre con velo, faltaría más.

Lo penúltimo de Banksy es su colaboración con Matt Groening en Los Simpson. Todo un encuentro. Como el de Celan y Heidegger, Franco y Hitler, Stalin y su conciencia. Y Bansky una vez más no defraudó. El hito se produjo en el capítulo “MoneyBart” emitido pasado 10 de octubre en EE.UU cuya secuencia de apertura fue escrita y dirigida por el graffitero y que tanto está dando que hablar en todo el mundo.

La célebre intro era aquí reelaborada con los tintes más sombríos. Toda la paleta de grises de su mochila emergió en prime time, frente a una audiencia de millones de espectadores para criticar ese mismo capitalismo que ha creado un producto como Banksy, ése que es su pienso vital.

En la secuencia, de un minuto aproximadamente de duración, vemos un sórdido taller de trabajadores asiático explotados que manufacturan en las peores condiciones imaginables merchandising de la serie. Pero no satisfecho con esto, la escena se cierra apuntando directamente a la 20th Century Fox por externalizar una parte de la producción a Corea del Sur. En definitiva, Bansky, “con toda su cara” acepta la invitación de Groening y de la Fox para cagarse en la Fox con ayuda de Groening. El fatal desenlace con el logo de la cadena es tan explícito y directo que parecería firmado por Naomi Klein y Chomski. Como leí a un articulista estadounidense, la visión de Banksy hace que el Londres de Dickens parezca un vídeo de Kate Perry.

Pocos ejemplos recientes demuestran más claramente cómo son de grandes las tragaderas del sistema. Traga la Fox. Traga la audiencia. Porque les conviene. Unos para aliviar las conciencias y poder seguir consumiendo minutos de televisión, gorras de Bart, parasoles con Lisa la inconformista tocando el saxo de los ángeles. Otros para seguir ganando dinero con el que masacrar a Obama por ser algo menos sanguinario y un poco más humano que sus antecesores. La doble moral de la industria se cae por su propio peso. No podría ser de otra forma. La del artista resulta bastante más cuestionable. No porque sea nueva u original (¿acaso los más grandes pintores del Barroco no fueron propagandistas de la Contrarreforma?) sino porque en esta nueva edad resulta un tanto más sutil y paradójica. Acaso igualmente nauseabunda.

¿Es entonces Banksy un hipócrita o un farsante? Casi con toda seguridad, o al menos en igual medida que un aprovechado. Y al mismo tiempo un tipo de extraordinario talento, un vendedor innato, un glorioso bufón, una marioneta y un titiritero formidables. Tal y como Groening, de lo mejor de lo peor dentro del gran bazar planetario. Tipos necesarios, poliédricos, hábiles, lúcidos, interesantes, interesados. Voces críticas harto criticables que muerden la mano que les da de comer pero flojito, sin clavar lo dientes, dejando un reguero de baba, que claman por momentos con brillantez en un desierto poblado de cuerpos ocupados en almas vacías.



viernes, 20 de agosto de 2010

Los ecos del grito de Trotsky


En la tarde del martes 20 de agosto de 1940, la sentencia de muerte contra Trotsky dictada por Stalin era cumplida cuando un enigmático agente comunista, el español Ramón Mercader golpeaba con un piolet en el cráneo al héroe de la Revolución de Octubre.

Mercader, alias Jacson, alias Mornard, cumplió veinte años de condena en México por el asesinato del creador del Ejército Rojo. Durante todo aquel tiempo mantuvo que había nacido en Teherán, hijo de un diplomático belga y que su crimen obedecía a que era un trotskista desilusionado.

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(Este artículo está dedicado a todos los traidores auténticos de la historia. A los grandes y pequeños; a los vocacionales y advenedizos; a los que disfrutaron con sus malas artes y a los que nunca pudieron desprenderse de su mala conciencia; pero muy especialmente, a los que no lo fueron, sencillamente porque no tuvieron la oportunidad)

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Dos décadas después de la caída del “telón de acero” y de la subsiguiente desmembración de la URSS, los crímenes del estalinismo se asemejan a una especie de crepitación lejana. Los infames procesos de Moscú, las purgas masivas, el Gulag pueden parecerle a millones de jóvenes crecidos en democracia fenómenos remotos y extemporáneos felizmente sepultados en la noche de los tiempos. Pero, la misma pervivencia de regímenes comunistas en el mundo, como los de Cuba o Corea del Norte, y las consecuencias que para la historia de las ideas políticas, en el plano teórico, y para la configuración de nuestras modernas sociedades, desde una perspectiva más cercana, se derivan de aquel tiempo, convierten en perfectamente vívidos y actuales sucesos como el que ahora alcanza su septuagésimo aniversario. Observado a distancia y a pesar de que aún la URSS ejerciera una enorme influencia durante las décadas posteriores, acrecentada por su participación en la II Guerra Mundial y como resultado de ésta la partición del mundo en dos bloques antagónicos, el atroz asesinato de Trotsky a cargo del comunista español Ramón Mercader supone de algún modo el canto del cisne del terremoto que en 1917 llenó de esperanza a millones de trabajadores en todo el mundo. El espectáculo de la Revolución devorándose a sí misma, como ha descrito algún crítico el brutal asesinato de Trotsky, fue una operación largamente preparada que llegó a término en Coyoacán (México DF) cuando el viejo revolucionario expelía un grito de rabia y de dolor que aún sigue conmoviéndonos.

Persecución y destierro
En enero de 1928 los peores presagios se cumplían para Lev Davidovich Bronstein. Tan sólo cuatro años después de la desaparición de Lenin, su compañero y líder de la Revolución de Octubre, la campaña de acoso orquestada por Stalin y su camarilla contra el creador del Ejército Rojo tomaba un rumbo irreversible al hacerse efectivo su destierro. Se le acusaba, nada menos, que de “sostener campañas contrarrevolucionarias consistentes en la organización de un partido clandestino hostil a los Soviets” que pretendía “provocar un alzamiento antisoviético y a preparar un movimiento armado contra el Poder de los Soviets”. A pesar de lo dureza de los cargos, sería lo más amable que desde el Kremlin se lanzaría a partir de entonces contra un hombre de casi cincuenta años que, tras haberse convertido en una de las principales figuras de la toma del poder por los bolcheviques, había pasado a encarnar de la noche a la mañana el papel de gran traidor del proyecto soviético.

Como las de tantos otros en aquella época –escribiría poco después en su autobiografía, durante ese “entreacto” de Constantinopla, “una etapa imprevista aunque nada casual”-, la cárcel, el destierro y la emigración fueron las universidades de este revolucionario nacido en 1879 en un rincón de la Rusia meridional y que llegaría a ser conocido mundialmente por el falso nombre con el que él mismo se rebautizaría (en alusión a uno de sus carceleros de Odesa) cuando huyó por primera vez -dejando atrás a su primera mujer y a los dos hijos que tuvo con ésta-, de su confinamiento en Siberia.

Se han vertido ríos de tinta para intentar explicar cómo le fue movida la silla al a todas luces heredero de Lenin y, por más que nos detenemos a atender las fundadas razones que lo justifican, cuesta trabajo aún, casi un siglo después, comprender cómo el azar pero especialmente la ilimitada capacidad de intriga de un hombre por el que siempre había sentido más que aprensión o desprecio, indiferencia, Iosiv Stalin, no sólo consiguió alejarlo del poder sino directamente arrojarlo a encarnar la figura de moderno judío errante, perseguido y ‘malvenido’ en todos sitios, con la que tantas veces se le ha caracterizado. Lo que no habían conseguido el zarismo, dos revoluciones (la primera de ellas, la de 1905, fallida) los campos de concentración, o una sangrienta guerra civil, lo ejecutarían sus antiguos correligionarios, hasta el punto de que su expulsión de la URSS, efectiva a comienzos de 1929, tras pasar un año recluido cerca de la frontera china, no sería sino el cumplimiento del primer plazo de una condena que no podía ser otra que la capital.

El “rebelde por excelencia”, como lo definió su biógrafo Isaac Deutscher, pronto descubrió que por mucho que huyera jamás escaparía de los agentes de Stalin. La obsesión del georgiano por Trotsky venía de los tiempos en los que la Revolución triunfante había convertido a la estrella del presidente del Soviet de Petrogrado en un faro que iluminaba las aspiraciones de millones de trabajadores dentro y fuera de Rusia. Es fácil imaginar para alguien tan ambicioso y taimado, cuán repugnante habría de resultarle la presencia de aquel que, nacido en el mismo año, tan opuesto resultaba por sus orígenes, formación y naturaleza. Oscuro, tosco y pragmático, uno; brillante, culto y apasionado, el otro, Trotsky unía a su condición de afilado polemista, retórico y orador brillante, de teórico aventajado del posmarxismo, su condición de hombre de acción con una fe inquebrantable en el triunfo de la causa del proletariado. Mientras Trotsky se convertía en una figura fundamental de la Revolución, Stalin representó un papel insignificante, como demuestra el hecho de que John Reed apenas lo mencionara en su crónica del ascenso del nuevo régimen en lo que constituyó, según palabras de Lenin, “la versión más fiel de los acontecimientos” (lo que explica que el libro fuera retirado de las bibliotecas de la URSS durante los años 30 y prohibida su reedición en vida del dictador). Además, y no menos importante, Stalin era consciente de que a todo lo anterior había que sumarle su privilegiada relación con Lenin quien, a pesar de las agrias discusiones que mantuvieron al cabo de los años, no disimulaba su admiración por Pero (La Pluma), seudónimo con el que firmaba sus publicaciones en Iskra, la revista marxista editada en Londres a principios de siglo y en la que junto al mismo Lenin escribían Plejànov o Màrtov.

Puede decirse que en este caso la paranoia homicida de Stalin, que le llevó a cometer los más execrables crímenes y que lo convirtieron en el mayor asesino de la historia, estaba más que justificada. El ex Comisario de Guerra, aquel que aparecía retratado innumerables veces junto a Lenin (ya se encargaría él, como se aprecia en la imagen, de ir “borrándolo” de las fotos), el incansable y tozudo revolucionario que había enervado a las masas en el Circo Moderno de San Petersburgo durante los días que estremecieron al mundo, y que se había atrevido a cuestionar abiertamente los métodos de la nueva dirección tras la desaparición del amado líder, debía ser eliminado.

Stalin encontró además en Trotsky la excusa perfecta para llevar a cabo sus purgas internas. El “perro rabioso” como pronto lo llamaron sus detractores (en contraposición al bello título de “el hombre que amaba a los perros”, que le consagra Leonardo Padura en la novela histórica en la que cuenta su periplo vital) sería trasformado en el falso enemigo a través del que crear un cordón sanitario más allá del cual estarían justificadas las más abyectas persecuciones, la construcción, en definitiva, de un estado policial convertido en máquina depuradora de elementos presuntamente antisociales. Orwell, que sufrió en carne propia durante la guerra civil española la infame persecución comunista del POUM, partido marxista revolucionario en el que militaba, se inspiraría años más tarde en Trotsky a la hora de dibujar el personaje de Emmanuel Goldstein de 1984. El Enemigo del Pueblo, como se le llama en la novela al personaje, comparte con el real rasgos físicos y origen judío, pero es en la sarcástica institución de los Dos Minutos de Odio de la ficción donde más claramente se advierte el nivel de delirio persecutorio que alcanzó en la URSS el demonizado trotskismo.

Las divergencias entre Lenin y Trotsky pasaron a ser, pues, convenientemente manipuladas, la historia falseada y la profesión de fe antitrotskista se convirtió en salvoconducto para subir peldaños dentro de la cúpula administrativa estalinista. No resulta exagerado afirmar que si Trotsky no hubiera existido Stalin habría tenido que inventarlo.

Ramón Mercader
Mientras Trotsky continuaba su penoso peregrinar por medio mundo como un apestado, viendo cómo uno a uno sus familiares más próximos iban siendo detenidos, deportados, asesinados, conducidos al suicidio, el plan definitivo para su liquidación se iba poniendo en marcha.

El asesinato de Trotsky fue una telaraña pacientemente urdida y resuelta a golpe de piolet por un joven militante del Partido Socialista Unificado de Cataluña, hijo Pau Mercader Marina, un respetable señor burgués del barrio barcelonés de Sant Gervasi y de María Eustasia de la Caridad del Río Hernández, una activista de familia acomodada medio cubana que terminaría enamorándose de un personaje que tendría también una gran influencia sobre Ramón: Nahum Nikolaievich Eitingon, alias Kotov, espía al servicio de la temible OGPU (más tarde NKVD) y a la sazón encargado, previo mandato de Beria y Sudoplatov, de preparar la elaboración del plan operativo de eliminación del “perro rabioso”.

Trotsky y su mujer, Natalia Sedova, habían llegado a México en el Ruth, vapor petrolero empleado ex profeso para el traslado del matrimonio desde Noruega, donde habían vivido los últimos meses, cumpliendo así la petición de asilo que el pintor Diego Rivera y el líder de los trotskistas mexicanos, Octavio Fernández, habían cursado al presidente Lázaro Cárdenas. Sería precisamente en el país americano, aunque no en su primera residencia, la Casa Azul, domicilio del propio Rivera y de su mujer, la también pintora Frida Kahlo, donde se ejecutara la sentencia.
Tres años y medio tuvieron que pasar aún para que un Trotsky avejentado aunque aún pleno de energías, que seguía canalizando en su inútil lucha de poner en claro los excesos de Stalin, conociera a su asesino.

Ramón Mercader, joven apuesto, culto, e intachable comunista había luchado a favor de la República en el frente del Ebro, donde recibió un balazo que le dejaría una cicatriz en el antebrazo izquierdo (su madre resultaría herida en Bujaraloz recibiendo once descargas de metralla que pusieron en riesgo su vida), y había ascendido a comandante del Quinto Regimiento a las órdenes de Líster, participando en la defensa de Madrid, antes de ser invitado a participar en su gran cita con la historia: la operación más importante del estalinismo. Su elección no fue ni mucho menos casual. Pocos como él podían igualarlo en arrojo, astucia y fe revolucionaria. Pero la operación no era ni mucho menos sencilla. A pesar de que Stalin había destinado medios ilimitados a la misión, Trotsky era casi inaccesible. Tras abandonar la Casa Azul después de romper con Diego Rivera por razones ideológicas y personales (la breve pero tempestuosa relación erótica que mantuvieron Trotsky y Frida no contribuiría a mejorar el ambiente reinante en el hogar de los Rivera), el desterrado se trasladó junto a su séquito a unas cuantas cuadras de su anterior domicilio, a la avenida Viena de Coyoacán. Su aislamiento, sus altos muros, su proximidad con un río, la fuerte seguridad convertían a la casa casi en inexpugnable. Había que encontrar una llave proporcionada a semejante cerradura y ésta se encarnó en la figura de una desmadejada criatura llamada Sylvia Ageloff.

Fue Ruby Weil, secretaria de Louis Budenz, director del Daily Worker, periódico del Partido Comunista de Estados Unidos, la que presentó a la joven trotskista a Mercader. El encuentro tuvo lugar en el bar del Hotel Ritz, a donde casualmente había acudido aquel hombre atractivo y encantador, fotógrafo ocasional de la sección deportiva de Ce Soir, que hacía pasarse por hijo de un diplomático belga ya fallecido y heredero de una gran fortuna. El nombre por el que se hacía pasar era Jacques Mornard. Hermana del correo de Trotsky en Estados Unidos, Ageloff, pecosa, canija, miope, de voz chillona y celosa en extremo (como Mercader pudo pronto comprobar), sintió un flechazo casi instantáneo por aquel caballero refinado y ¡apolítico! que la colmó de atenciones desde el primer encuentro.

A partir de ahí, el plan consistía en introducirse en la casa de Trotsky y en cuestión de minutos llegar hasta sus dependencias, burlando toda la seguridad y acabar con su vida. Esto solo se podía hacer teniendo un conocimiento minucioso del recinto, de las guardias, de las costumbres del lugar. Ésta era la misión de Mercader y prueba de la dificultad de la empresa el hecho de que una primera operación fallase. La suerte se había aliado en un primer momento con él. Coincidiendo con una visita de su “novia” a los Trotsky, madame Yankovitch, secretaria de Lev Davidovich enfermó y el revolucionario le pidió a su joven seguidora, hijo de rusos blancos y por lo tanto conocedora del idioma, que le ayudara a pasar a máquina lo grabado en el dictáfono. Esta circunstancia obligó a Sylvia a acudir con regularidad a la residencia de la avenida Viena y Mercader no desaprovecharía esta circunstancia imprevista. Primero se limitaba a acompañar a su novia a la casa, esperándola en el coche junto a la puerta. Poco a poco, gracias a su encanto natural y a sus numerosos gestos de cortesía, fue granjeándose la confianza de los secretarios y de los guardaespaldas del protegido, hasta que por fin se ganó el derecho a traspasar el umbral del edificio y conocer más en detalle el “objetivo”. Con toda esta información y tras corromper a uno de los secretarios, Robert Sheldon Harte, que custodiaba la entrada, Mercader dejó el paso libre en la madrugada del 24 de mayo de 1940 a la veintena de hombres comandados por el pintor comunista David Alfaro Siqueiros que intentó sin éxito, abriéndose paso con ráfagas de ametralladora, liquidar al odiado líder de la contrarrevolución.

El clima de hostilidad por la presencia del “barbas de chivo” –como popularmente se le conocía en el país- era creciente en México. Las manifestaciones, tanto de extremistas de derecha como de izquierda se sucedían. Además, el fracaso de la intentona había puesto en grandes aprietos a Eitingon frente a sus superiores directos en la inteligencia soviética. No se podía fallar de nuevo y, además, había que alcanzar el objetivo pronto. Stalin lo exigía.

Mercader, que había entrado en el país bajo la identidad de un ingeniero en minas canadiense llamado Frank Jacson –brigadista caído en la Guerra Civil española-, era, no obstante, algo así como un as en la manga. Era el único con un acceso directo a Trotsky y sabría encontrar la oportunidad de estar a solas con el fundador del Ejército Rojo en la redacción de un artículo en defensa del trotskismo que él mismo escribiría (en realidad lo preparó Eitingon) y le daría a corregir al revolucionario. El texto estaba tan plagado, conscientemente, de inexactitudes e ingenuidades que sería necesaria su reescritura, lo que le daría a Mornard/Jacson/Mercader la oportunidad de concertar, tres días después, un segundo encuentro en privado. El definitivo. Al parecer, Trotsky no confiaba demasiado en aquel hombre. Demasiados interrogantes se cernían sobre su persona, desde su verdadera identidad hasta su extraño comportamiento, continuando por su súbita adscripción ideológica. Pero, desoyendo las palabras de su propia esposa, no ahuyentó a aquel enigmático individuo y quiso desafiar o, quizá mejor -quién sabe si, cansando de esconderse, de luchar en vano-, afrontar resignadamente su propio destino.

A pesar del calor, Mercader no se desprendió ni del sombrero ni de la gabardina que Eitingon le entregó con un puñal cosido en el forro y una pistola, para caso de necesidad. Pues sería bien otra la arma que pasadas las 5 de la tarde del 20 de agosto de 1940 le asestaría el golpe finalmente mortal a su víctima. Mientras éste leía reclinado sobre el escritorio de su despacho las cuartillas mecanografiadas, Mercader se colocó a su espalda y, cerrando los ojos, descargó el piolet con todas sus fuerzas sobre el cráneo de Trotsky. El grito, compuesto de dos terribles aullidos, inundó en unos segundos toda la casa, pero contra lo previsto, la víctima no murió en el acto (no lo haría, tras entrar en coma, hasta el día siguiente) sino que aún tuvo tiempo para arrojarse contra su asesino, morderle una mano, e impedir que éste le rematara. Paralizado por el horror de aquel crimen, por la sangre que manaba de la cabeza del viejo, Mercader no intentó siquiera huir del despacho (su madre y Eitingon lo esperaban con un coche a unos metros de allí) y antes de que tuviera tiempo de reaccionar los guardias se le habían echado encima, golpeándolo.

¿Intercambio de papeles?
Durante los veinte años de presidio que siguieron a su arresto, Ramón Mercader jamás dejó de afirmar que él era un belga nacido en Teherán, hijo de diplomático. Cuando lo detuvieron llevaba una extensa carta escrita en francés en la que se declaraba un seguidor de Trotsky al que, entre otras invenciones, habían propuesto viajar a Rusia con el fin de asesinar a Stalin (junto a la acusación de colaborar con una potencia extranjera, la razón más manida durante los “procesos” soviéticos), motivo por el cual había decidido sacrificarse “quitando de en medio a un jefe del movimiento obrero que no hace más que perjudicarlo”. Ramón Pavlovich López, como oficialmente se le conocería tras su llegada a la URSS en 1960, donde sería condecorado con la Orden de Lenin y nombrado Héroe de la Unión Soviética, terminaría sus días en Cuba sin ver cumplido su sueño de vivir sus últimos días en Cataluña, en una España ya sin Franco que se encaminaba hacia la consecución de un régimen de libertades tan alejado de los ideales que le llevaron a convertirse en brazo ejecutor de uno de los dictadores más perversos de la historia. Hasta el fin de sus días se mantendría fiel a su catecismo comunista, considerándose algo así como un objeto de la necesidad histórica de la lucha del proletariado, ante la que cualquier sacrificio estaba justificado, y pese a que con el tiempo fueron públicamente esclarecidas las circunstancias de su crimen, nunca asomaría un dejo de arrepentimiento, de compasión por la víctima. Al menos públicamente, pues cuesta imaginar que, tras la celebración del XX Congreso y del reconocimiento de los crímenes del estalinismo o, ya durante su residencia en Moscú, mientras asistía al fraccionamiento de los comunistas españoles escenificado en la Casa de España, no existiese un profundo desengaño corroyendo su espíritu. O eso nos gustaría creer.

No sabemos si de haber “ganado” Trotsky la batalla por la herencia de Lenin, la Revolución rusa habría tomado otro rumbo. Algunos, como José Ramón Garmabella, que recoge en El grito de Trotsky los pormenores del asesinato, recuerdan los sucesos de Krondstat, la mano de hierro con la que condujo el Ejército Rojo hacia la victoria en aquellos tiempos en los que según Karl Radek “la Revolución cambió por una espada la pluma de su mejor publicista”, para convencernos de que todo no hubiera sido más que un intercambio de papeles. ¿Acaso Trotsky habría aceptado una oposición, dado voz al pueblo, abierto el Partido a la sociedad? ¿Habría dado curso y efectivo cumplimiento a su teoría de la “revolución permanente” o habría cedido a la triunfante tesis acuñada por Bujarin e impuesta por Stalin del “socialismo en un solo país”? ¿Se habría atrevido –podemos seguir preguntándonos- a defender hasta el final, como hizo en Literatura y Revolución (1924) que “los socialistas no podían legislar contra las expresiones culturales que fuesen complejas o incluso hostiles”, es decir, habría defendido la libertad de expresión hasta sus últimas consecuencias o, por el contrario, habría alentado igualmente la persecución, acallado, asesinado o arrastrado al suicidio a parte de la mejor generación de autores rusos del siglo XX? ¿No hubiera, en definitiva, actuado del mismo modo que su odiado Stalin, cercenando todo disidencia, imponiendo una férrea censura, enviando a los elementos subversivos al Gulag?

Enfoques contrafactuales aparte, de lo que no cabe duda es de que el despiadado asesinato de Trotsky sirvió para erigir un monumento al fanatismo y el odio de un siglo tan caro a la inmersión de la razón en pura barbarie. El sórdido espectáculo de la Revolución devorándose a sí misma no sería esta vez un monumento de piedra o bronce como las estatuas que han gustado de erigirse todos los dictadores que son y han sido. Sino uno hecho de ondas sonoras propagadas en forma de grito atravesando el cielo del DF y propagadas a los cuatro vientos por un mundo que había vuelto a sumirse en una cruel matanza planetaria. Un grito que llenaría de pesadillas los sueños de Mercader hasta su muerte y que, setenta años después, con el comunismo acantonado en algunos escasos países y la corrupción enseñoreándose de los territorios que un día sirvieron de suelo a uno de los experimentos políticos más ambiciosos y nefastos de la historia humana, conviene no olvidar. “La venganza de la historia –como escribió el mismo Trotsky- es más poderosa que la venganza del más poderoso Secretario General.” Pero la historia ha demostrado también su capacidad de vengarse de sí misma sumiéndose demasiadas veces en un infamante olvido.
 
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