viernes, 26 de junio de 2009

Demolición

En marzo de 2001, la milicia ultraortodoxa islámica de los talibanes cumplía finalmente su promesa y, dentro de su campaña de destrucción de todo el patrimonio cultural afgano -parte de su más amplio programa de aniquilación de toda manifestación no nacida del odio, el resentimiento o la ignorancia-, volaban las dos estatuas gigantes de Buda talladas en el siglo V en la roca de una montaña de la provincia de Bamiyán, cuando Afganistán era uno de los centros de la civilización budista.

Misiles antiaéreos, tanques y dinamita convertían así una de las manifestaciones artísticas más importantes de la región en polvo, despertando un clamor de indignada admiración y lástima en todo el mundo civilizado.

¿Qué pueden llegar a hacer -se preguntaban en todo el mundo- unos personajes capaces de aniquilar tales obras de arte, representación de uno de los grandes personajes de la historia y símbolo, además, de una de las más significativas religiones del planeta? ¿Qué pueden llegar a hacer?, decían almas bienintencionadas que hasta ahora no habían reparado en la abolición de la condición de ser humano para la mujer, ni en la sistemática supresión de todo lo bello que habían puesto en marcha los talibanes.

La destrucción de estos budas removió, en cualquier caso, muchas conciencias y sirvió para que un régimen de terror fuese puesto al descubierto incluso para aquellos que se habían resistido a mirar a través de las rejillas del burka.

Casi nada, aparte del polvo despedido, relaciona a esta imagen con el reciente derribo del arco de entrada al Paseo de Andalucía de Vélez-Málaga. Ni los políticos veleños son unos fanáticos religiosos -sino un grupo de hombres y mujeres elegidos democráticamente por sus ciudadanos-, ni el citado pórtico tenía valor artístico alguno (en cuyo caso, claro, estaría en óptimas condiciones de conservación, como el resto del patrimonio local) e incluso tiraba más bien para feúcho. Pero, reconozco que algo se me ha removido por dentro al verlo caer hecho añicos de un golpe de excavadora.

Dicen unos que ahora, sin el arco, los ficus centenarios de la entrada lucirán mejor (no deja de tener su aquél este repentino denuedo mediambiental de nuestros próceres); que si el proyecto de reforma era del equipo de gobierno anterior (como si eso hubiera sido alguna vez un obstáculo para paralizar cualquier obra); o que si ahora el paseo estará “integrado” en la ciudad (sic); dicen los otros, confundiendo una vez más interés particular con general, que si los veleños no tienen sangre en las venas por no salir a defender “lo suyo”.

El caso es que entre todos lo mataron y él solo se murió. Cuando apenas amanecía. Pese a la mayoritaria opinión de los vecinos. Por las bravas.

Decía un poeta latino: “El pueblo me silba, pero yo me aplaudo.”

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