lunes, 29 de junio de 2009

Elogio (y vituperio) de la lectura

Cuando recibí el ofrecimiento por parte de la Sociedad de Amigos de la Cultura de Vélez-Málaga, de participar en el homenaje que este colectivo pensaba tributarle a la historiadora Mercedes Junquera, catedrática retirada que colabora como responsable del club de lectura de esta asociación, no imaginaba que mi intervención pudiera ser acogida tan favorablemente por el público asistente. Esto me ha animado a subir a este blog el vídeo con la charla. Así, aquellos que ya pudieron oírla pero me pidieron una copia del texto, podrán satisfacer su curiosidad, al tiempo que invito a quienes no tengan otra cosa mejor que hacer a prestarle atención a esta alocución premeditadamente polémica que recrea algunas de mis inquietudes como lector.

viernes, 26 de junio de 2009

Demolición

En marzo de 2001, la milicia ultraortodoxa islámica de los talibanes cumplía finalmente su promesa y, dentro de su campaña de destrucción de todo el patrimonio cultural afgano -parte de su más amplio programa de aniquilación de toda manifestación no nacida del odio, el resentimiento o la ignorancia-, volaban las dos estatuas gigantes de Buda talladas en el siglo V en la roca de una montaña de la provincia de Bamiyán, cuando Afganistán era uno de los centros de la civilización budista.

Misiles antiaéreos, tanques y dinamita convertían así una de las manifestaciones artísticas más importantes de la región en polvo, despertando un clamor de indignada admiración y lástima en todo el mundo civilizado.

¿Qué pueden llegar a hacer -se preguntaban en todo el mundo- unos personajes capaces de aniquilar tales obras de arte, representación de uno de los grandes personajes de la historia y símbolo, además, de una de las más significativas religiones del planeta? ¿Qué pueden llegar a hacer?, decían almas bienintencionadas que hasta ahora no habían reparado en la abolición de la condición de ser humano para la mujer, ni en la sistemática supresión de todo lo bello que habían puesto en marcha los talibanes.

La destrucción de estos budas removió, en cualquier caso, muchas conciencias y sirvió para que un régimen de terror fuese puesto al descubierto incluso para aquellos que se habían resistido a mirar a través de las rejillas del burka.

Casi nada, aparte del polvo despedido, relaciona a esta imagen con el reciente derribo del arco de entrada al Paseo de Andalucía de Vélez-Málaga. Ni los políticos veleños son unos fanáticos religiosos -sino un grupo de hombres y mujeres elegidos democráticamente por sus ciudadanos-, ni el citado pórtico tenía valor artístico alguno (en cuyo caso, claro, estaría en óptimas condiciones de conservación, como el resto del patrimonio local) e incluso tiraba más bien para feúcho. Pero, reconozco que algo se me ha removido por dentro al verlo caer hecho añicos de un golpe de excavadora.

Dicen unos que ahora, sin el arco, los ficus centenarios de la entrada lucirán mejor (no deja de tener su aquél este repentino denuedo mediambiental de nuestros próceres); que si el proyecto de reforma era del equipo de gobierno anterior (como si eso hubiera sido alguna vez un obstáculo para paralizar cualquier obra); o que si ahora el paseo estará “integrado” en la ciudad (sic); dicen los otros, confundiendo una vez más interés particular con general, que si los veleños no tienen sangre en las venas por no salir a defender “lo suyo”.

El caso es que entre todos lo mataron y él solo se murió. Cuando apenas amanecía. Pese a la mayoritaria opinión de los vecinos. Por las bravas.

Decía un poeta latino: “El pueblo me silba, pero yo me aplaudo.”

lunes, 22 de junio de 2009

'Descomprender'

Pablo Neruda contaba en sus memorias un episodio conmovedor que le había ocurrido al poeta medio andaluz Pedro Garfias cuando, terminada la guerra civil, hubo de marchar al exilio. Relata el chileno de qué modo Garfias fue a parar durante su destierro al castillo de un Lord en Escocia. Abrumado tal vez por el peso de las piedras inmortales y la sensación de profunda soledad que sentía en su improvisada residencia, el poeta se desplazaba cada día a la taberna del condado y, sin hablar con nadie -pues no dominaba el idioma del país sino, adereza Neruda, “apenas un español gitano que yo mismo no le entendía”- se bebía su cerveza seguramente, pienso yo, recreando una y otra vez en su mente el triste destino de su pueblo.

El caso es que, sigue contándonos el autor del Canto general, una noche, cuando todos los parroquianos abandonaban el local, el tabernero le rogó que no se marchara, y así los dos siguieron bebiendo solos en el local, en silencio.

Este ceremonial se repitió a partir de aquel instante cada noche. Sólo que poco a poco, a medida que el tiempo pasaba y su confianza se iba agrandando, el mutismo de los primeros días fue quebrado y cada cual se lanzó a contarle a su compañero el relato de su propia vida. Garfias le hablaba al escocés de mil historias de la guerra de España, mientras éste le escuchaba con el máximo respeto. Y al revés, el poeta andaluz seguía con la misma entrega las batallas del tabernero a pesar de que tampoco entendía ni una palabra de lo que le estaba contando.

Como no podía ser de otra forma, se hicieron amigos y cuando tuvieron que separarse se dieron un abrazo emocionado.

Ninguno de los dos había entendido nada de lo que el otro le decía, pero a pesar de todo, escribía Neruda que le había asegurado Garfias, siempre tenían la imprensión de comprenderse.

Cuento esto porque esta franca comunión de soledades me parece la perfecta antítesis de lo que suele suceder casi siempre. Nuestras vidas discurren sobre el legado común de la lengua, en este caso el español, un potentísimo vehículo de cultura y conocimiento. Sin embargo, a pesar de compartir este patrimonio, nos empeñamos en hacer como que no entendemos a nuestros semejantes. Esto lo vemos cada día en el discurso político a través de la obstinación de líderes de distintos partidos que hacen todo lo posible para descomprender lo que su rival ha querido o podido decir.

Lo hemos comprobado con el reciente caso de los chiringuitos, donde el común deseo de que pudieran seguir abiertos ha degenerado en una lucha a nivel provincial por ver quién quería más a Málaga y los malagueños.

En el fondo, Garfias y su tabernero hablaban idiomas distintos pero una misma lengua. Ésa que no se aprende, que se lleva por dentro.

 
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