sábado, 13 de diciembre de 2008

Opinar

Con más frecuencia de lo que uno quisiera, resulta complicado ponerse a opinar sobre las cosas que pasan a nuestro alrededor. Que vemos u oímos. Que, como testigos o protagonistas, vivimos. Esta amplia casa de millones de habitaciones, de sótanos llenos de cacharros olvidados o desconocidos, baños suntuosos o inmundos, y áticos con portentosas y también aterradoras vistas, puede llegar a oprimirnos. Creo que a esto lo llaman agorafobia. En esos momentos un simple vistazo a las noticias que nos llegan de ahí afuera nos nubla los sentidos y, aturdidos y sobrepasados, nos dejamos invadir, pese a las resistencias iniciales, por el dulce ensueño de la melancolía.

Porque, qué decir ante el abrumador clamor que nos llega del exterior. Cuando Atenas, cuna de nuestra civilización, es arrasada por una masa enardecida; cuando la India ha ardido y la tensión con su vecino Pakistán vuelve a crecer; cuando en Irak y Afganistán la gente sigue saltando en pedazos sin que nadie pueda explicarnos por qué; cuando África continúa desangrándose a golpe de machete y virus y América Latina ha dejado de ser la eterna promesa para convertirse en vieja ilusión; cuando un cuarto mundo de desheredados se ha instalado de por vida en el primero, qué decir. A cuento de qué se atreve uno a elevar la voz entre el vocerío existente. Para qué.
Si Jean Paul Sartre -y era Sartre- llegó a encontrar carente de todo significado escribir La náusea mientras un niño moría de hambre en el mundo; si Adorno -y era Adorno- decretó la inutilidad y el absurdo de la poesía después de Auschwitz; si Kafka -y era Kafka, demonios- nos mostró antes que ellos los contornos del Abismo, su sin salida; por qué cede uno a la vanidad de salir a escena, por reducido que sea el auditorio, y se permite el lujo de dejar por escrito sus impresiones sobre lo que pasa, a qué dejar este rastro apenas perceptible a través de una tierra mil veces arada.

Para aportar qué. ¿Una opinión? ¿De qué habría de servir nuestra indignación o, valga la presunción, nuestro preclaro análisis cuando ya sabemos que todos creemos tener razón?

Cuentan que Paul Váléry en cierta ocasión sondeó a Einstein en estos o parecidos términos: “Cuando tiene una idea original, ¿qué hace?, ¿la anota en un cuaderno o en una hoja suelta? A lo que Einstein respondió: “Cuando tengo una idea original, no se me olvida”. Decía que en toda su vida habría tenido una o dos. Y era Einstein.

Lo que me lleva a pensar que quizá fuera mucho más pertinente recogerse. Reconcentrarse. Mirar hacia adentro. En el sentido de más hondo. No me refiero a limitarse a buscar dentro de uno, pues puede que nos lleváramos la sorpresa de que allí no hay nada. Sino, dejar que las cosas vayan creciendo, definiéndose, cuajando. Primero vivir, después filosofar.

Sólo que..., ¿no será quizá mañana demasiado tarde? La vida suele ser tan inoportuna... Y quién le dice a nadie que lo que ayer pensó (y escribió) en un rapto de ardor juvenil no fuese más acertado que lo que hoy considera como inamovible verdad. ¿No fue entonces para uno igualmente cierto?

Al fin y al cabo, puede que no tengamos nada demasiado interesante que decir, pero nos construimos escribiendo, conversando con ese otro real o imaginario. Aunque sea de cosas en apariencia lejanas y ajenas. Aunque sea para terminar siendo como los demás. Sí, puede que por eso lo hagamos. No para enseñar nada, ni convencer a nadie, ni siquiera para transformar el mundo. Sino para alimentar nuestros fantasmas en la ilusión de que un buen día se sacien y nos dejen tranquilos. Y nos volvamos impasibles. Y quién sabe si felices.

Sabios.

No hay comentarios:

 
Copyright 2009 Apocalípticos e integrados. Powered by Blogger Blogger Templates create by Deluxe Templates. WP by Masterplan