miércoles, 19 de noviembre de 2008

Rumores lejanos (y letales)

Tiempos aquellos en los que el lector interesado debía mandar por correo postal una carta de un máximo de treinta líneas, acompañada de una fotocopia del DNI, si quería exponer su punto de vista sobre los asuntos que le interesaban o ejercer su derecho a réplica, y eso esperando por descontado a que el responsable de la sección decidiera incluir el comentario, lo que raramente sucedía, y en los pocos casos, eso sí, siendo previamente recortado por “motivos de espacio”, y todo para dar rienda suelta a su derecho a la libertad de expresión y sentirse ciudadano de pleno derecho.

Después llegó internet, el periodismo ciudadano, la web 2.0, la 3.0, el Valladolid 1-Real Madrid 0, y todo eso. Los tiempos, que habían cambiado.

Y del exclusivo, pasivo y unidireccional control de la información se pasó al multilateralismo nodal y a la interacción social polidimensional (guau, como analista de medios no tendría precio).

Pero una revolución de este calado debe cobrarse sus propias víctimas. El control ejercido por unos pocos (editores de periódicos, publicistas, programadores de televisión…) ha sido sustituido por algo menos definido, posmoderno, democrático, líquido, que diría Bauman, en ocasiones viscoso (esto ya es mío). Es el usuario como creador de información, como emisor y no mero receptor de contenidos, pero también como grano de pólvora capaz no sólo de ayudar a extender un rumor -algo en sí nada novedoso, recuerden el caso de Ricky Martin, la niña, el perro y la mermelada (el orden de los factores no altera el camelo)- sino de contribuir activamente a su difusión masiva a través de canales de repercusión universal.

Lo que en determinados lugares, y según qué particulares patrones culturales puede resultar letal. Es el caso de la bella actriz surcoreana Choi jin-sil, una celebridad en su país que decidió quitarse la vida después, entre otras desgracias personales, de que un infundado rumor sobre su persona fuese publicado en un chat.

El rumor –básicamente se la acusaba de ser una usurera y se la responsabilizaba del suicidio de un popular actor acaecido unos meses antes- prendió rápidamente entre cientos de miles de internautas que, si bien cortos, en absoluto perezosos –al menos para la cosa ésta de la calumnia on line- empezaron a lanzar ataques personales contra la joven.

Aunque la actriz negó todo reiteradas veces, no pudo resistir las acometidas de la enojada plebe chateadora y a principios de octubre pasado decidió poner fin a su vida colgándose de la ducha de su baño. Choi tenía dos hijos.

El caso de esta muchacha no es excepcional en un país que se considera a sí mismo como el más “conectado” del globo. Solo hay que recordar el caso de la popular cantante, Jun -quien se había ahorcado el año pasado en medio de insidiosas acusaciones de haberse sometido a diversas operaciones de cirugía estética-, para darse cuenta de que la “ciberviolencia” es un problema real, no meramente virtual, de la sociedad surcoreana. De hecho, sólo en 2007 se produjeron casi 200.000 casos, y aunque en la mayoría de estos no se llega a los extremos anteriormente reseñados, la combinación de este tipo de ataques con el extendido y particular sentido del “honor” que caracteriza a las sociedades orientales en general y a Corea del Sur en particular puede llevar con demasiada frecuencia a desenlaces mortales.

Estrellas del cine, la canción y la televisión, pero también ciudadanos corrientes están en el punto de mira. Y es que el correcto ciudadano se transforma en la Red, fruto de la impunidad que ésta proporciona, para convertirse en un moderno energúmeno de la era digital.

En Corea del Sur el debate está en la calle. Y los políticos están empezando a tomar nota. De nuevo, la dialéctica entre libertad de expresión y derecho a proteger el honor se dirime con la Red de telón de fondo. ¿Se deben poner más barreras, crear más filtros? Y de ser así, ¿quién modera al moderador? ¿Por qué Buroaga habría de resultar más neutral que mi primo el del butano?

En España, este asunto despierta menos interés. Estamos más entretenidos viendo si una cadena de televisión le cede imágenes (sus imágenes) a otra; o si, por ejemplo, un conductor de autobús que se ha descargado a través del e-mule una b-side de Camela para ser degustada a través del i-pod –y que, por tanto no puede evitar que los pasajeros de la primera fila también lleguen a escucharla a través de los auriculares- tiene que ir a la cárcel por pirateo con agravante de gusto dudoso o solo prestar servicios a la comunidad lavando los urinarios de la SGAE, para pararnos a observar si nos parece bien o mal que alguien, amparándose en el anonimato, ponga en duda el holocausto, insulte al autor de un artículo sobre los frutos subtropicales por no incluir a la caipiriña junto al aguacate o el mango, o se cague en tu árbol genealógico setenta veces siete porque no comparte tu visión sobre el concepto de “sociedad civil” en Marsilio de Padua.

Es lo que hay. Mientras tanto, multan a un profesor, con sus nombres y apellidos, y su DNI, por llamar "tonto indecente" a otro a cara descubierta. Y eso, que éste había llamado fascista a Federico García Lorca. Que ni siquiera se puede defender.

[artículo recomendado por soitu]

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