viernes, 28 de noviembre de 2008

Chinocracia

[Foto: Reuters]

¿Es posible mantener por tiempo indefinido un pueblo sometido, negándole derechos civiles básicos, como la libertad de expresión, mientras la mayoría de naciones “avanzadas”, algunas desde hace siglos, otras más recientemente aunque de forma decidida, han apostado por establecer sistemas democráticos? ¿Podría una crisis económica acelerar la instauración de esas instituciones propias de un Estado de derecho en ese mismo país?

Sí, estamos hablando de China. Y de preguntas de no fácil respuesta. En un principio, pese a que es un hecho demostrado que el crecimiento económico favorece -aunque no garantiza, caso de los países del Golfo- la llegada de la democracia, a la primera cuestión podríamos haber contestado afirmativamente hasta hace no mucho. Puede que por influjo de las tesis clásicas que tipifican el despotismo de tipo oriental entre las distintas formas de gobierno que son o han sido -aunque no olvidemos que Japón ya quebró la norma, no sin resistencias, tras la II Guerra Mundial- y gracias también a la acogida por parte de China de un régimen de socialismo de mercado -que, al combinar el crecimiento económico con la negación de derechos a una sociedad civil amordazada y sometida a los designios del Partido, sacaba al país del carril por el que habían circulado las naciones europeas al otro lado del Telón de acero-, habíamos tendido a considerar que la democracia en el país más poblado del mundo no encontraría, al menos a corto o medio plazo, suelo fértil. Menos aún, cuando la legitimación del régimen por la comunidad internacional tras los JJ.OO de Pekín había sellado en apariencia cualquier fisura.

A distancia y para alguien con no demasiados escrúpulos, era el régimen “perfecto”.

Pero, de pronto, se crean las condiciones para que responder a la segunda cuestión arriba planteada suponga un ejercicio que trascienda el mero juego especulativo. La crisis mundial ya ha llegado a China, y la que creíamos sumisa y dócil población, la misma que ha soportado durante décadas la explotación, purgas masivas, infanticidios, y devastaciones medioambientales ha empezado a asomar la cabeza, al menos todo lo que le permite la feroz censura que se encuentra instalada en el sistema y que convierte todo acto de disensión en un desafío al régimen, en una traición.

Y la punta del iceberg se ha hecho visible hasta desde aquellos países que han preferido siempre dar la espalda a los ciudadanos chinos, cambiándose de lado la mala conciencia cada vez que les empezaba a pesar un poco.

“Trabajadores despedidos, taxistas enfrentados a sus empresas, ciudadanos expropiados.” Así describe un corresponsal de El País, los efectos de la protesta social. Y, de pronto, descubrimos que no es Nido de Pájaro todo lo que reluce, ni son sólo los pobres tibetanos cuya bandera -pobrecitos- enarbola una decadente izquierda europea los que padecen, sino que en la China Popular, el pueblo ha empezado a abandonar su estado de duermela.No es la tiranía lo que les escuece. Llevan milenios soportando vivir bajo un sistema cuasi-feudal. Lo que les produce hartazgo y una rabia cada vez más descontrolada es dejar de pronto de ganar los yuanes que habían empezado a llenar sus carteras.

No es de extrañar que las autoridades llamen a mantener la cabeza fría y a ser conscientes “de la necesidad de salvaguardar la estabilidad”. Cegados por la claridad de la evidencia, han comprendido que el libre mercado, el mismo que ha permitido crecimientos sostenidos anuales superiores al 10%, provoca que algunos se acostumbren “a lo bueno”, y se vuelvan contra el aprendiz de brujo en cuanto la fortuna se les vuelve adversa.

¿Se han preguntado qué pasaría si 1.300 millones de chinos se pusieran en huelga a la vez?

¿Puede la democracia ser la respuesta a ese salto?

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