viernes, 31 de octubre de 2008

Cuando callar es un deber

jueves, 30 de octubre de 2008

Los Ratzinger

MUY PRONTO EN CINES
LA PELÍCULA DE TERROR DE LA TEMPORADA
De los creadores de 'A Dios rogando' y 'Los SuperPapas'


"No había visto nada igual desde 'Brácula. con 'B'' de Barbate'"
David Vader, El Acojone Express

"Es terror en estado puro"
Carlos Tortiller, Buh News

"Fue algo tremendo, la sala olía como una alcantarilla"
Acomodador de Multicines Cinesusto

miércoles, 29 de octubre de 2008

Feliz año 100 (d.F.)

Henry Ford, padre de la "criatura" y distópico fundador de una nueva era de felicidad y progreso

Tan liados hemos estado con esto de la crisis económica mundial que hasta hemos olvidado celebrar una importantísima efeméride –con lo que nos gustan-: hace algunas semanas, en concreto a las 0 horas del día 1 de octubre, empezaba el año 100 de nuestra era, el año 100 d.F. (después de Ford).

Los que hayan leído la célebre distopía de Aldous Huxley ya sabrán a lo que me refiero. A principios de octubre de 1908 veía la luz un producto que revolucionaría el mundo. El Ford T-model, conocido coloquialmente en Estados Unidos como el 'Tin Lizzie' o el 'Flivver', era un automóvil de bajo costo que la Ford Motor Company popularizó al introducir la producción en cadena, método que le permitió al industrial abaratar el precio de cada unidad hasta los 360€, lo que se dice una verdadera revolución.

Con su motor de cuatro cilindros y con sus 20 caballos de potencia, que le permitían alcanzar una velocidad de hasta 70 km/h, el Ford T se convirtió en símbolo de la emergente clase trabajadora. Pero, también en mucho más.

Cuando el británico Aldous Huxley decidió construir su retrato sobre la incipiente sociedad hedonista y utilitarista que Estados Unidos ya estaba empezando a exportar a Europa en el periodo de entreguerras, se dio cuenta de que necesitaba representar esa nueva mentalidad pos-religiosa elevando un altar a un símbolo que pudiera representar al nuevo poder.

En Un mundo feliz (1932), Huxley intentó vaticinar un hipotético porvenir –extensión del presente en el que él mismo vivió- en el que la incertidumbre, la enfermedad o la angustia no formarían parte del escenario humano; en el que la melancolía se supliría con el soma, un prozac moderno (“Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos”), y donde la Cultura –como también reflejará Ray Bradbuy años más tarde en su indispensable Fahrenheit 451- habrá sido arrasada, convertida en un sucedáneo constituido por el entretenimiento y el ocio más anodinos, representado por frases como “No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy” y por la práctica masiva del “golf de obstáculos”. En este mundo de certezas y seguridades todo está planificado (de la cuna a la tumba), incluido la conformación de la sociedad, estructurada según un rígido sistema de castas creado a través de métodos científicos (eugenésicos) y del aprendizaje (condicionamiento neopavloviano); el sexo ha sido desligado de la reproducción, y las relaciones de pareja se asientan en la liviandad (todo lo estable y prolongado es pernicioso). La divisa planetaria refleja muy bien la ideología dominante: “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.

Es también éste un mundo basado en el consumo y, por lo tanto, en el que los ciudadanos han sido adoctrinados –vía lecciones hipnópedicas (“la mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos”)- con frases tan profundas como éstas: “tirarlos es mejor que remendarlos” o “me gustan los vestidos nuevos”.

A la hora de trazar este retrato por momentos pesimista y siniestro, aunque también en ocasiones profundamente irónico, Huxley pensó en el hombre que pudiera representar el nuevo orden en ese futuro proyectado para el año 2540 después de Ford (otras personalidades de su tiempo como Freud, Marx, Pavlov, Lenin Trotski también fueron caricaturizadas) y a su mente acudió el nombre de Henry Ford, el gran adalid del capitalismo industrial en aquel periodo en el que vivió el autor y fue escrita la novela.

El efecto paródico perseguido es innegable. Sumamente revelador en su misma puerilidad. El apellido del famoso industrial no sólo servirá, como hemos visto, para marcar el calendario (refundando el cristiano, a la manera de los revolucionarios franceses) sino que aparecerá en las conversaciones coloquiales en los lugares en los que antes figuraba Dios (“Por Ford”, “¡Oh, Ford!”…) o suplantando gestos como el de la señal de la cruz por el de la T, que se efectúa, por ejemplo, cada vez que se alude al famoso modelo de coche. Además, pese a la supresión de las religiones, tal y como las conocemos, no ha ocurrido así con el pensamiento mágico, que en forma de delirantes rituales –mezcla de fiesta rave y pseudo-filosofía New Age- reúne a sus acólitos para elevar sus plegarias al Dios Ford.

Henry Ford se convierte así en máximo representante de la ideología dominante en tiempos de Huxley y la producción en cadena (masiva, uniforme) en el único sistema posible para el futuro Estado Global.

Cien años después del comienzo de una nueva era, estamos inmersos en una crisis económica de proporciones gigantescas. Otras de las profecías literarias de Huxley se han ido cumpliendo. A nivel científico, la clonación, la fecundación in vitro, o la reproducción preimplantacional estaban en el esquema planteado por la novela; a nivel emocional, la liberación de la mujer, la “relajación” de las costumbres, la trivialización del sexo o la crisis del compromiso han seguido el patrón que marca el libro; la televisión, los deportes de masas, el shopping, el consumo de fármacos, y otras formas sociales o de ocio también se han impuesto. Sin embargo, el mundo feliz en el que a cada cual, se le da según sus necesidades, no se ha materializado. Todavía. Para que eso suceda, siempre según el calendario fordista, faltan 41 años, momento en el que se producirá la guerra de los nueve años, donde una devastación del planeta por la utilización de armas químicas, permitirá nuestro definitivo renacimiento.

Existen otras formas, claro, de pensar el futuro. Podemos darle la razón a todos quienes han recibido con alborozo lo que ven como el fin de un sistema. Considerar que el caos financiero mundial, de manera general, y las regulaciones de empleo en la Ford, de forma concreta y simbólica, significan algo, que en el año 100 d.F todo un sistema podría haber recorrido su órbita completa. En este caso, es fácil que acudan a nosotros aquellas palabras proverbiales que sustentan la extraordinaria Cien años de soledad y afirmar que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra.

Quién sabe. Todos los futuros son inciertos. Además, como recordaba su Fordería Mustafá Mond en la novela, aludiendo a aquella "hermosa e inspirada frase" de su Fordivinidad: “La historia es una patraña”.

[artículo recomendado por soitu]

domingo, 26 de octubre de 2008

Críticos

Entre las siete acepciones que el DRAE otorga a la palabra “crisis” nos hemos habituado a considerar exclusivamente las dos últimas, las que aluden a situaciones complicadas y dificultosas, cuando no directamente de carestía. El resto de ellas tienen más que ver con el momento decisivo de un proceso, sea una enfermedad, un negocio o un juicio. El momento crítico es el punto de no retorno, a partir del cual eso dejará de ser lo mismo. Este sentido de la palabra “crisis” encuentra también su lugar en el debate actual en torno al sistema económico que vemos hundirse bajo nuestros pies pero, si queremos llegar hasta el final, no podemos observar nuestra realidad desde un punto de vista estrictamente economicista. No habremos aprendido nada de esta crisis si no nos damos cuenta de que, más que un cambio de estructura, lo que necesitamos es una revolución de nuestras conciencias que empiece por el desvelamiento de que no podemos renunciar a mantener nuestra capacidad crítica despierta.
Es difícil sustraerse a la corriente mediática, sobre todo cuando la realidad nos toca nuestro órgano vital más sensible. ¿El corazón? No, hombre, el bolsillo. Pero, pensar que la crisis económica es la única noticia digna de atención en nuestro tiempo, es una trampa. Nuestras conversaciones pueden estar atestadas de referencias a la situación financiera general o a los números rojos que figuran en nuestras cartillas, podemos seguir con una mezcla de expectación, congoja e incomprensión las diferentes informaciones que nos hablan de caídas bursátiles, de inyecciones de liquidez, de incremento en el número de parados, pero sólo hay que echarle un vistazo a los periódicos para darnos cuenta de que, aunque en lugar menos destacado, no dejan de sucederse a nuestro alrededor acontecimientos, fenómenos y descubrimientos de trascendencia no menos marcada.

¿Cómo no sentirnos conmovidos por el exilio forzoso de miles de gitanos dentro de la civilizada Europa en una imagen que nos retrotrae a los periodos más siniestros de nuestra reciente historia? ¿Cómo podemos permanecer impasibles mientras el desarrollo científico permite que unos padres puedan tener un hijo pre-programado para sanar a su aún desconocido hermano? ¿Cómo olvidar, sin salir de nuestro país, que tenemos un sistema judicial aquejado de una profunda ceguera ante la incapacidad de los distintos gobiernos para dotarlo de unos medios dignos, al mismo tiempo que las instituciones del Estado escenifican un verdadero esperpento en nombre de las víctimas de la represión franquista?

Un europeo de la Edad Media podía transitar por la vida casi como un vegetal. Con una esperanza de vida que en la mayoría de los casos no superaba la veintena, aquel vecino tenía un rol asignado que asumía necesariamente. El siervo, el religioso, el señor sabían qué se esperaba de ellos y lo llevaban a término sin resistencias de ningún tipo. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. De vez en cuando, una plaga, una guerra o una herejía perturbaban el natural discurrir de los días y sus noches. Pero esos golpes dados al tablero también formaban parte del Plan.

Las revoluciones (o crisis) culturales (el Humanismo), religiosas (Lutero), políticas (Maquiavelo) y científicas (Galileo) lo trastornaron todo, pero aún pasarían siglos hasta que estas explosiones subterráneas llegasen a la superficie, afectando al común de los mortales.

Los europeos de hoy somos el resultado de toda esta evolución y, pese a la vigencia de la religión, hemos desarrollado, incluso los más bovinos, cierta perspectiva crítica a la que no podemos renunciar. Los tiempos de servidumbre voluntaria han quedado atrás. Lo vemos con el nacimiento del homo-economicus, del super-consumidor de nuestras sociedades capitalistas y lo constatamos en su capacidad para elegir entre marcas, productos y versiones, que van desde el tipo de salsa que acompañará a los macarrones, al político que nos representará como alcalde, pasando por cuál será la espiritualidad con la que nos identifiquemos. Porque, en el gran Mercado actual tan pronto elegimos el color de nuestro coche como el Dios al que adoramos. Incluso podemos elegir ir andando y renunciar al Creador. Puede que sea políticamente incorrecto pero, ¿cuándo en otro momento de nuestra historia, tantos pudieron elegir tanto?

Nos pueden engañar. Pero, no podemos permitirnos engañarnos a nosotros mismos.

viernes, 24 de octubre de 2008

Atwood: la reimaginación al poder

[…] La escritura de obras de ficción es un arte del tiempo: a través de ella los acontecimientos se suceden, se ponen en marcha cambios; en otras palabras, la ficción cuenta historias. Y, a través de esas historias, nos conocemos a nosotros mismos y a los demás. Un país sin historias sería un país sin espejo: no proyectaría ningún reflejo, y ello llevaría, en el mejor de los casos, a una existencia fantasmal, sombría. «¿Quién soy?», se preguntarían los ciudadanos. Y no habría respuesta. Un país así tampoco tendría corazón, pues la escritura es un arte de las emociones. En una era de especialización, sólo el arte puede mostrarnos la totalidad del ser humano en sus muchas variantes.

[…]

Hoy nos hallamos inmersos en una crisis mundial. Financiera, pero también climática. Mucha gente teme el futuro, un futuro que casi con total seguridad traerá escasez de alimentos, suministros cada vez más menguados de energías fósiles y más pobreza e inestabilidad social. En estas condiciones, conviene recordar la humanidad que compartimos, una humanidad que muestra su mejor rostro a través de la inventiva y el valor, de la flexibilidad de pensamiento y la generosidad, y a través de la capacidad de sentir alegría allí donde amenaza el peligro. Una sociedad rica en artes también es rica en estas cualidades. Los economistas no pueden ponerles precio, pues no pueden cuantificarse. Sin embargo, sin ellas las cosas no nos irán nada bien. Es preciso que nos reimaginemos a nosotros mismos. Y no sólo a nosotros mismos, sino nuestra relación con el planeta que nos sostiene […]

Dos fragmentos del discurso de Margaret Atwood –galardonada en el apartado de Letras- durante la entrega de los Premios Príncipe de Asturias de 2008. Imagen: El País.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Hermesiana. Zweig: Permiso para vivir

Hubo un tiempo en el que a los hombres les dio por pensar que era posible hacer del mundo una casa grande, en la que para pasar de una habitación a otra no serían necesarios salvoconductos, en la que todas las puertas estarían abiertas. Ese mundo ideal, un sueño de una élite ilustrada, sufrió un golpe devastador con la I Guerra Mundial. Tras ese momento, ya no se recuperaría. En este sentido, la globalización actual no sería más que una constatación del tremendo fracaso del ser humano a la hora de resolver la dialéctica entre libertad y seguridad, que se pone de manifiesto en el hecho de que mientras las distancias se acortan, las comunicaciones aproximan a ciudadanos de distintas latitudes y las mercancías y capitales circulan libremente, los ciudadanos jamás se han sentido tan controlados.

Stefan Zweig fue un lúcido testigo de parte de lo mejor y de los peor del siglo XX. Criado en el sueño cosmopolita de su Viena natal, terminaría sufriendo en sus propias carnes los efectos desoladores del nacionalsocialismo, ese corte ontológico en el devenir de la historia humana.

El siguiente pasaje forma parte de su imprescindible “El mundo de ayer”, más conocido por su subtítulo “Memorias de un europeo”. Se trata, sin duda, de uno de los más deleitosos frescos de toda una época (la primera mitad del pasado siglo”) de la mano de uno de nuestros escritores más grandes. Allí donde un alma sensible, un corazón grande, una mente cultivada y una determinada época confluyen, hacen nacer párrafos como estos:

5. Stefan Zweig. Permiso para vivir

“tal vez nada demuestra de modo más palpable la terrible caída que sufrió el mundo a partir de la Primera Guerra Mundial como la limitación de la libertad de movimientos del hombre y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de papeles que se exigen hoy en día. No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de estos fastidios; las mismas fronteras que hoy, aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich. Fue después de la guerra cuando el nacionalsocialismo comenzó a trastornar el mundo, y el primer fenómeno visible de esta epidemia fue la xenofobia: el odio o, por lo menos, el temor al extraño. En todas partes la gente se defendía de los extranjeros, en todas partes los excluía. Todas las humillaciones que se habían inventado antaño sólo para los criminales, ahora se infligían a todos los viajeros, antes y durante el viaje. Uno tenía que hacerse retratar de la derecha y la izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se le vieran las orejas, dejar las huellas dactilares, primer las del pulgar, luego las de todos los demás dedos; además, era necesario presentar certificados de toda clase: de salud, vacunación y buena conducta, cartas de recomendación, invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas, rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias, y con que faltara uno solo de ese montón de papeles, uno estaba perdido.

Parecen bagatelas. Y a primera vista puede parecer mezquino por mi parte que las mencione. Pero con estas absurdas “bagatelas” nuestra generación ha perdido un tiempo precioso e irrecuperable. Si calculo los formularios que rellené aquellos años, las declaraciones de impuestos, los certificados de divisas, los permisos de paso de fronteras, de residencia y salida del país, los formularios de entrada y salida, las horas que pasé haciendo cola en las antesalas de los consulados y las administraciones públicas, el número de funcionarios ante los que me senté, amables o huraños, aburridos o ajetreados, todos los registros e interrogatorios que tuve que soportar en las fronteras, me doy cuenta entonces de cuánta dignidad humana se ha perdido en este siglo que los jóvenes habíamos soñado como un siglo de libertad, como la futura era del cosmopolitismo. ¡Cuánta parte de nuestra producción, de nuestra creación y de nuestro pensamiento se ha perdido por culpa de esas monsergas improductivas que a la vez envilecen el alma! Durante aquellos años, todos estudiamos más normativa oficial que libros; los primeros pasos que dábamos en una ciudad extranjera, un país extranjero, ya no se dirigían a los museos y monumentos, sino al consulado o a la jefatura de policía en busca de un “permiso”. Cuando nos encontrábamos los mismos que antes solíamos hablar de una poesía de Baudelaire y discutíamos de diversos problemas con pasión intelectual, ahora nos sorprendíamos hablando de “afidávits” y permisos y de si debíamos solicitar un visado permanente o de turista; conocer a una funcionaria insignificante de un consulado que nos acortara el rato de espera era, en aquella década, más vital que la amistad de un Toscanini o un Rolland. Constantemente se nos hacía notar que nosotros, que habíamos nacido con un alma libre, éramos objetos y no sujetos, que no teníamos derecho a nada y todo se nos concedía por gracia administrativa. Constantemente éramos interrogados, registrados, numerados, fichados y marcados, yo todavía hoy –como hombre incorregible que soy, de una época más libre y ciudadano de una república mundial ideal- considero un estigma los sellos de mi pasaporte y una humillación las preguntas y los registros. Son bagatelas, sólo bagatelas, lo sé, bagatelas en una época en la que el valor de una vida humana ha caído con mayor rapidez aún que cualquier moneda. Pero sólo si se deja constancia de estos pequeños síntomas, una época posterior podrá determinar el diagnóstico clínico correcto de las circunstancias que desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos guerras mundiales.

Quizá estaba yo demasiado mal acostumbrado de antes. Quizá mi sensibilidad se había vuelto cada vez más irritable por los cambios bruscos de los últimos años. La emigración, sea del tipo que sea, provoca por sí misma, inevitablemente, un desequilibrio. La persona pierde estabilidad (y eso también hace falta haberlo vivido para comprenderlo); si no siente su propio suelo bajo los pies, se vuelve más insegura y más desconfiada consigo misma. Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con documentos o pasaportes extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de la identidad natural de mi “yo” original y auténtico quedó destruida para siempre. Me volví más reservado de lo que era por naturaleza y yo, antes tan cosmopolita, ahora no logro librarme de la sensación de tener que dar gracias especiales por cada hálito que robo a un pueblo que no es el mío. Cuando lo pienso con claridad, me doy cuenta, desde luego, que son manías absurdas, pero ¿cuándo la razón ha podido con los sentimientos? De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras.”

[Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo (trad. de J. Fontcuberta y A. Orzeszek), Acantilado, Barcelona, 2008 (12ª reimp.), pp.514-517]

lunes, 20 de octubre de 2008

Tiempos Interesantes (III)

“Ojalá vivas en tiempos interesantes” . Maldición chino-pratchetteana

Mi peluquera no tiene ninguna duda acerca de que el culpable de la actual crisis es Zapatero. Es más, sostiene que mientras que éste no se vaya no saldremos del pozo en el que estamos metidos.

Esto no lo dice mi peluquera de ahora. Allá por el mes de mayo ya vaticinaba que la cosa se iba a poner seria. Zapatero, maldita sea, sólo hacía unas semanas que había sido reelegido y la mujer que me corta las puntas me advertía de que tendríamos cuatro largos años por delante para reconocer nuestro error. Con lo fácil que hubiera sido votar a Mariano.

Yo le digo a mi peluquera -que, no lo olvidemos, maneja unas tijeras muy afiladas- que igual con Rajoy estaríamos más o menos igual. De pronto, ella detiene sus manos, que pendían sobre mi cabeza ejecutando esa danza moderna de cortar pero sin cortar el cabello a velocidad de vértigo (por capas), y se queda pensativa. Me clava sus ojos en los míos a través del espejo, lo que se dice haciendo una pared. Una sombra cruza mi mente. Pero, finalmente -en realidad todo pasa en centésimas de segundo-, da su brazo a torcer: “Bueno, a lo mejor”. Se le nota que no lo dice plenamente convencida. Posiblemente solo tenga miedo a perder un cliente. No está la cosa pa tontás por un rollo de política (en la mesa siempre fue de mal gusto hablar de ella). Definitivamente, no está convencida. En el fondo, piensa, hay que ser muy necio para pensar que Zapatero no tiene la culpa.

Pero, ¿y si la tiene?

Puede que ZP se esconda detrás de las hipotecas basura, de la crisis inmobiliaria y de los fondos tóxicos esos. Incluso, puede que todo no sea más que una conspiración urdida por la fundación Ideas -el lobby que se supone que algún día presidirá Caldera, ahora es que están todavía diseñando el logo- para poner en jaque al sistema y demostrar que es necesaria más que nunca encontrar una nueva vía hacia el socialismo.

De acuerdo, Zapatero no es el responsable. Pero, ¿qué ha hecho para impedirlo? Si quieren, tómense unos minutos mientras lo piensan. A mí, a bote pronto, no se me ocurre gran cosa, aunque puede que haya alguien -aparte de Leire Pajín, digo- a quien el cheque de los 2.500 por niño; los 400€ esos que dicen que iban a dar; y determinadas subidas del salario mínimo y las pensiones (lo justo para que el IPC no devore a algunos) le parezcan medidas revolucionarias. Pero, ¿y estructuralmente?

Nada. ¿Por qué?

Se me ocurren algunas respuestas. Porque no es popular; porque mientras la cosa va bien a nadie le gusta escuchar a los agoreros; porque si la socialdemocracia está en retroceso hay que abrazarse al libre y canalla juego del mercado; porque si los que mandan en el mundo dicen que hay que entrar en la OTAN -como bien sabe Felipe González- hay que hacerlo. Y así, si hay que abrazar la moneda única, se abraza. Si hay que estrellarse, se estrella uno. Como los demás. Lo único que no puede hacerse es salirse del rebaño, a riesgo de que el pastor te parta la quijada con su honda. Porque, si dentro del “círculo de influencia” -como decía Robert de Niro en una comedia reciente- se está con la soga al cuello, fuera de él, directamente no hay cuello.

Esto, si me apuran, lo sabe hasta mi peluquera. Sin haber escuchado nunca hablar de Stiglitz; incluso creyendo que Karl Marx no era un filósofo, sino el hermano mudo.

ver Tiempos interesantes (I)
ver Tiempos interesantes (II)

sábado, 11 de octubre de 2008

Tiempos interesantes (II)

“Ojalá vivas en tiempos interesantes” . Maldición chino-pratchetteana

Igual, algún día, cuando las aguas bajen menos bravas, alguien tendrá que explicarnos cómo puede ser que los contribuyentes le paguemos al Estado, para que el Estado le dé nuestro dinero a los bancos, para que estos nos presten dinero. La perversa circularidad de semejante operación es de una perfección mefistofélica, que puede llevar a aquel que posea la suficiente lucidez como para comprenderla en sus justos términos al suicidio o la locura.

Nos confirma que existe un orden en el universo y que nos ha sido dado a los hombres revelar sus leyes inmutables. Los economistas se han convertido en nuestros modernos astrólogos, seres capaces de leer nuestro futuro en los índices bursátiles pero, como estos últimos, predestinados a errar de teoría en teoría situándose de manera irremisible ante un abismo de incertidumbre (o volatilidad). Al final, sólo los bancos parecen llamados a deleitarse con esta música celestial, mientras que por el hilo musical de las sucursales al ciudadano sólo le llega un creciente zumbido de confusión y drama.

La culpa, claro, es del sistema, del capitalismo posindustrial, del neoliberalismo rampante y desregulador que ha entronizado al Dios dinero y nos ha absorbido el seso con los cantos de sirena de un consumismo desbocado y todo eso. Pero, mientras nos metíamos en este túnel, qué hacían las izquierdas.

Dejando al margen a las minoritarias corrientes de estirpe marxista, trotskista, maoísta y sus adláteres altermundistas, la socialdemocracia, como tradicional alternativa de poder en todos los gobiernos democráticos, ha ido haciendo cada día más liviano su programa, abandonando a marchas forzadas (o reinventando a golpe de mercadotecnia) los viejos símbolos, nutriendo sus idearios de reivindicaciones en clave “minoritaria” y monopolizando las siempre espinosas cuestiones morales (eutanasia, aborto...). Durante un tiempo sirvió como una estrategia provisional que les permitía mantener viva cierta identidad, sin tener que tocar el modelo económico imperante, pero, conforme algunas de las exigencias se iban alcanzando (emancipación femenina, matrimonios entre personas del mismo sexo..) los partidos de izquierda, ineficaces también para articular una política alternativa en materia de inmigración una que vez que llegaban al poder, se iban quedando sin contenidos.

Para ser competitivos dentro de una economía globalizada había que poner en marcha políticas comunes que facilitaran la libre circulación de capitales, que impulsaran la iniciativa empresarial y rebajaran las pretensiones de la antaño clase trabajadora. Pronto fue calando entre los ciudadanos el mensaje de que todos (por los dos principales) partidos eran iguales y que, puesto que lo que mueve el mundo es la economía, qué mejor que encargarles la gestión de esta materia a los legítimos inventores del sistema en curso: los discípulos de Adams, Ricardo o Bentham.
Consecuencia: un mundo minado por la crisis está gobernado, paradójicamente, ante la ausencia de alternativas profundas, por partidos neoliberales, es decir, por quienes hipotéticamente nos han conducido a esta situación. La socialdemocracia europea se encuentra, como la economía, en franca recesión después de años bailando sobre un fino alambre. Incapaces de abrazar el sistema capitalista en su versión menos intervencionista, pero al mismo tiempo progresivamente alejados de sus bases de antaño, su desesperada búsqueda del centro, en competencia con los partidos conservadores, está resultando desastrosa. Mientras Le Nouvel Observateur habla del “año cero de la izquierda europea”, y Liberátion declara “enfermo” al PS, la pregunta es: ¿otra izquierda es posible?

Más que nunca, es necesaria.

[artículo recomendado por soitu]

Ver Tiempos interesantes (I)

sábado, 4 de octubre de 2008

Tiempos interesantes (I)

“Ojalá vivas en tiempos interesantes” . Maldición chino-pratchetteana

El día que muchos esperaban ha llegado. De momento, sólo es oficioso. Pero, mientras los estados se dedican a rescatar bancos y a nacionalizar inmobiliarias, ya hay quien se apresta a decretar el fin del capitalismo.

Hace sólo veinte años, la caída del muro de Berlín y la desintegración del sistema soviético habían servido para anunciar el comienzo de una nueva era. El entonces padre del actual presidente de EE.UU, proclamaba que un “nuevo orden” se imponía a escala mundial y que América sería su centinela. El fin de la Historia -como pomposa y confusamente lo llamó Fukuyama- había llegado. Pero el sueño duró poco. Sólo una década después, los atentados del 11-S ponían en entredicho la hegemonía de la primera potencia mundial. El despertar de China, el auge de la Unión Europea, el renacimiento de Rusia, se convertían además en pruebas de que, a diferencia de lo que habíamos creído, el final de la guerra fría no había consagrado la preeminencia de un Imperio -por poderosos que fueran los yankis- sino conformado un escenario verdaderamente multipolar y, por lo tanto, plagado de tensiones.

Pero, mientras las fricciones entre países iban agudizándose y asistíamos atónitos a un encrespamiento de las diferencias por motivos religiosos, sobrevivía, sin embargo, una fe inquebrantable en las virtudes del sistema, independientemente de si se abrazaba el credo democrático. Tras la crisis financiera de los años 97-98, las ex-colonias (ahora “dragones”) del sureste asiático habían resurgido con fuerza al tiempo que China abrazaba el capitalismo sin complejos. Los niveles de pobreza en el mundo se mantenían estables -esto es, altísimos-, pero Occidente asistía embelesado a su propio crecimiento. Había que remontarse hasta los años posteriores a la II Guerra mundial para observar un clima tan favorable.

Se desató la locura.

Comprar, comprar, comprar. Endeudarse, endeudarse, endeudarse. La facilidad para obtener dinero era pasmosa. Nadie pensaba que un día se pudiera agotar. Ni que la caja estaría vacía, pues nunca había guardado nada. Era humo especulativo. Un humo grueso, oscuro, que nos había cegado. Y de repente, los bancos empiezan a pedir socorro. O nos salváis o nos hundimos todos, gritan a voz en cuello, y cosas de la vida, ahí van los Estados, o sea, todos nosotros, a rescatar a quienes no habrían movido un dedo ni para curarnos un arañazo.
Comienzan las lamentaciones.

Los despreocupados ciudadanos de ayer no entienden nada. Se sienten decepcionados. En Nueva York se anima a los agentes bursátiles a que salten por las ventanas como en el crack del 29. Sólo que esta vez no saltan. Los grandes ejecutivos, que sí habían previsto el batacazo, se aseguran indemnizaciones millonarias. Y quién quiere suicidarse con 40 millones de dólares en el bolsillo.

Despertamos del sueño. Toda la vida trabajando para esto. En nuestro afán de “superación” no nos ha importado que tres quintas partes del planeta haya vivido todo este tiempo en la miseria. Su enfermedad es crónica, pero es su problema. Que mientras nos las veíamos felices hayamos convertido el planeta, nuestra casa, en una olla exprés.

Despertamos y lloramos. Nos sentimos insignificantes, ridículos. Nos han estafado y no sabemos por qué, aunque de vez en cuando una sombra cruza nuestra percepción. La sospecha de que también en parte somos responsables. Pero, pasará. Levantar el acta de defunción del capitalismo puede ser catártico, pero irreal. Si no aprendimos de las ocho o nueves grandes crisis anteriores ¿por qué tendríamos que hacerlo ahora?

jueves, 2 de octubre de 2008

Pensamiento fósil

El mundo está lleno de iluminados, de personas que pretenden revelarnos una Verdad en medio de este caos de confusión, tinieblas y volatilidad en el que vivimos. Adnan Oktar es uno de estos autoerigidos. En su caso su Verdad trata de desmontar una gran Mentira, la que han concebido Darwin y sus epígonos evolucionistas para convencernos de que las especies no fueron arrojadas al planeta ahí, porque sí, con todos sus complementos ya de serie, sino que se han ido transformando lentamente librando su particular lucha por la vida durante millones de años. Menuda chorrada.

Oktar, toda una celebridad en su Turquía natal, no está dispuesto a dar su brazo a torcer. Como cualquier iluminado, no se mueve en el mundo de lo racional, si siquiera de lo razonable. Sabe que los caminos del Señor son inescrutables pero que al final todos parten o conducen a Él. Así, ha lanzado un órdago a los científicos de todo el mundo. Al primer darwinista que le presente un fósil de la etapa intermedia en el proceso evolucionario le ofrecerá un premio de diez billones de liras turcas (6,2 billones de euros o 7,3 billones de dólares). Una bagatela al lado de lo que supone desmontar uno de los grandes timos de la Historia, comparable a afirmar que la tierra es redonda, que el sol no gira alrededor del planeta azul o que el hombre tiene algo que ver en las causas del calentamiento global.

Para este creacionista musulmán, famoso por haber lanzado a nivel mundial y de manera gratuita un lujoso “Atlas de la Creación”, no existen fósiles que sirvan para apoyar las teorías de Charles Darwin. Vamos, que durante millones de años las formas de los organismos vivos no han evolucionado. En todo caso, hemos asistido a un gran Montaje, una especie de prueba divina que un puñado de ateos sin escrúpulos no han superado. A ellos, no cabe duda, les están reservadas las penas del Infierno.

Quizá todo esto no pasara de ser la excentricidad de un lunático si no viniera acompañada de hechos como los que recientemente acontecieron en Turquía, cuando un tribunal obligó a cerrar el acceso en este país a la web del científico Richard Dawkins a causa una demanda interpuesta por el mismo Oktar – que escribía bajo el pseudónimo de Harun Yahya-, en la que se quejaba de que Dawkins - divulgador científico con numerosas contribuciones a la teoría evolutiva, como “El gen egoísta” o “El fenotipo extendido”- le había insultado al permitir ciertos comentarios realizados en los foros y blogs de su web.

Dawkins, que ya había calificado en su web el “Atlas” de Okar- de “ridículo” y su contenido de “inane”, ha visto así cómo la corte criminal segunda de Estambul ha ordenado a Turk Telekom a bloquear el acceso a su página, no fuera a ser que cualquier internauta distraído terminara intoxicado a causa de las emanaciones de azufre.

No es, sin embargo, la primera vez que algo así sucede. De hecho, Oktar y los suyos consiguieron cerrar el 2007 el acceso a WordPress.com, alegando que los blogs ahí alojados contenían material insultante y algo parecido lograron con Google.

Sobrevuela así la pregunta de si estas sentencias vienen a salvaguardar el derecho al honor de algunos o a cercenar la libertad de expresión de otros, teniendo en cuenta el intenso debate en torno a la religión que la presuntamente laica Turquía está protagonizando en los últimos años. La eterna candidata a entrar en la Unión Europea está gobernada por un partido musulmán moderado y se debate entre quienes apuestan por propiciar un mayor acercamiento a Occidente (como el Premio Nobel Orhan Pahmuk) y quienes intentan convertir al país de setenta millones de habitantes en un nuevo bastión del fundamentalismo islámico. Todo, ante la atenta mirada de los militares, tradicionales vigías –curiosa inversión- de la normalidad laica y democrática del Estado.

Desde luego, noticias como las anteriores no hacen sino acrecentar los recelos de la ya repelosa Europa de cara a una posible integración. Aunque tampoco se trata de sembrar el pánico, o al menos de focalizar el problema en una región concreta. Todos recordaremos el papel que en los últimos tiempos han jugado a la hora de intentar imponer la enseñanza de sus creencias los creacionistas cristianos de Estados Unidos, el país más “libre” del mundo.

Los errores de unos, claro está, no enjuagan los de los otros. Todo lo más nos avisan de las amenazas de involución –nunca mejor dicho- que asoman aquí o allá. El próximo 12 de febrero se cumplen 200 años del nacimiento de Darwin. Su celebración puede ser una buena oportunidad para seguir levantando un muro de razón y conocimiento frente a las abatidas del pensamiento mágico.

Aunque, bien pensado, supongo que tal perspectiva resulta bastante ingenua. Como escribía Amos Oz: “el fanatismo es extremadamente pegajoso, más contagioso que cualquier virus. Se puede contraer fanatismo fácilmente, incluso al intentar vencerlo o combatirlo”.

 
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