sábado, 27 de septiembre de 2008

Maniqueos

Tildamos en el lenguaje corriente de maniqueas a aquellas personas u opiniones que tienden, como define el DRAE, a interpretar la realidad sobre la base de una valoración dicotómica, es decir, que juzgan que a la hora de acercarse a la realidad sólo cabe hacerlo dividiéndolo todo en dos partes, naturalmente, opuestas. El maniqueísmo es primo de la demagogia y comparte lecho con la antinomia y en última instancia nos revela hasta qué punto estamos -social y puede que genéticamente- condicionados para explicar el mundo a través de conceptos opuestos: Fe o Razón; Ser o No Ser; Teoría o Práctica; Verdadero o Falso; Guerra o Paz; Mal o Bien.

Sin embargo, más allá de especulaciones más o menos diletantes o pedantes (otra dicotomía, en este caso, unamuniana), con frecuencia todo este asunto suele ser bastante más prosaico, hasta el punto de que puede decirse que buena parte de nuestra actividad comprensiva está atravesada por ese instinto bipolar que nos lleva a alinearnos en un determinado bando desde el que observar con incomprensión generalmente acompañada de desprecio al que se instala en el contrario.

La política es terreno abonado para esta práctica. Basta con echar un vistazo a los papeles para encontrar frecuentes ejemplos. Así, mientras hay partidos que acusan al Gobierno de hablar con los terroristas olvidando que ellos mismos lo hicieron antes; nos encontramos con otros que si bien se aferran al grito de “pero tú también” no serían capaces, sin embargo, de reconocer errores que por sí solos bastarían para desacreditar toda su gestión en la materia. Cómo extrañarnos entonces de que mientras para unos la crisis es culpa de Zapatero o del PSOE, para los otros sea de George Bush y de los americanos. O de que existan dirigentes que critiquen el intento de adoctrinamiento de la juventud (algo que no les ha importado que haga la Iglesia católica) con asignaturas como Educación para la Ciudadanía; mientras que enfrente, los presuntos defensores del laicismo estigmatizan a un juez por sus fuertes (y privadas) “convicciones religiosas” sin tener en cuenta su observancia en el cumplimiento de su profesión, que es lo que aquí importa.

Claro, se podrá pensar, todo lo anterior no es más que producto del espíritu de competición (derivado de nuestro natural instinto de conservación) que caracteriza a dos bandos cuyo objetivo es llegar al poder cueste lo que cueste. Pero en el fondo todos somos polémicos, incluso inconscientemente. De algún modo, hasta aquellos mejor integrados en una corriente, gustan de ir a la contra, individualizarse aunque sea nimiamente, lo que se traduce a menudo en esperar el final de la frase del otro para defender la postura contraria. Y, claro, qué tremenda incertidumbre que lo que es, no sea, que A sea A o igual B, o las dos cosas a la vez. Por eso, suelen resultarnos tan sospechosos aquellos que se muestran incapaces de decantarse, que se declaran neutrales, o incluso llegan a establecer algún tipo de síntesis provisional entre dos posturas.

Como si en el fondo todo progreso real -concediendo que éste pueda darse en algún campo- no procediese de una profunda, ardiente e inextinguible duda.

[artículo recomendado por soitu]

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