viernes, 29 de agosto de 2008

Reconciliarse con la televisión

He lamentado en las últimas semanas la escasa atención que los medios de comunicación le han prestado a la conmemoración de los cuarenta años del final de la primavera de Praga, coincidiendo con la entrada en la noche del 20 de agosto en la capital checa de cientos de miles de soldadosdel Pacto de Varsovia (la mayor movilización militar en Europa tras el final de la II Guerra mundial) que se encargaron de aplastar los aires aperturistas de lo que se conoció como el “socialismo de rostro humano”. Dubcek, el nuevo secretario general del Partido Comunista Checo desde enero del 68, y otros dirigentes, así como buena parte de la población del país –entre la que destacaron hombres de letras como el futuro presidente democrático Vaclav Havel-, habían creído que era posible reformar el socialismo desde dentro del socialismo y, olvidando la experiencia de Budapest doce años antes, se lanzaron a poner en práctica toda una serie de reformas liberalizadoras que chocaron con la doctrina Brezhnev (o de soberanía limitada), la férrea línea de ortodoxia política trazada desde Moscú.

La primavera de Praga, desde las perspectivas histórica, social y política, constituye uno de los acontecimientos más apasionantes y conmovedoramente dramáticos del siglo XX. Pese al vacío que las democracias occidentales le hicieron al fenómeno, al muro de silencio que cayó sobre Checoslovaquia cuando en los meses siguientes se practicó la correspondiente purga, y a la larga espera en que se sumió el país hasta que a finales de los años 80 se desmembró el sistema soviético, este episodio de la reciente historia europea supuso un verdadero hito dentro de la Guerra Fría, preparando el terreno para experiencias posteriores -la propia caída del Muro de Berlín-, como hace no mucho recordó la propia canciller alemana, Angela Merkel. Pero el empeño, pacífico y un tanto ingenuo –aunque siempre es fácil ser profeta del pasado, cuando no del desastre- de una sociedad por abrir una grieta por la que poder respirar dentro del opresivo sistema soviético ha quedado relegado –como tantos otros capítulos de nuestra reciente historia- a los círculos académicos. Además, en un año de efemérides, la del Mayo francés –un berrinche de niños mimados al lado de las reivindicaciones de sus vecinos del otro lado del telón de acero- era clara candidata a llevarse todas las portadas.

Quizá por todo esto, pude reconciliarme con los medios, en concreto con la televisión, el pasado sábado durante la emisión de Informe Semanal. A algunos, se les podrá pasar. Otros no caerán. Habrá a quienes no les interese en absoluto el tema. El resto simplemente estarán de vacaciones (y ya se sabe que los que se quedan, dan lo que dan). Pero están también los que no se permiten fallar, y en ocho o diez minutos intentan contarte las cosas como son y hasta como deberían ser. Y un poco de ambas cosas iba ‘Praga 68; el amargo despertar’, reportaje firmado por Vicente Romero y Ouri Saarinen, que nos cuenta de forma clara en qué consistió aquella primavera (que más tarde le prestaría el nombre a la de Pekín) y por qué le llegó su verano.

Hubiera sido relativamente sencillo armar una pieza tirando de archivo. Montar un relato histórico no demasiado complejo sobre hechos por otra parte bastante conocidos sobre unos vídeos de la época, y aderezarlo todo con algunos testimonios de personajes que hubieran tenido algún protagonismo en aquel tiempo; lo que se diece “testigos de excepción”. Al fin y al cabo, este tipo de reportajes suelen lucir bastante. Hay información de sobra. Más de la que podría estar dispuesta a digerir el espectador que pone la tele un sábado a las diez y media de la noche.

Pero, afortunadamente, en la radio televisión pública española hay quien no ha olvidado totalmente su razón de ser. Y tratar de arrojar luz sobre el pasado puede no ser un principio válido para otros medios, para la Telecinco que a esa misma ahora abre la puerta del gallinero nacional en La Noria; incluso para la exclusiva y marginal segunda cadena que a la misma hora seguía exprimiendo al máximo los buenos datos de audiencia de los Juegos Olímpicos de Pekín (la misma Pekín que es capital de una dictadura comunista como la de la Praga del 68). He dicho arrojar luz sobre el pasado, pero qué hay del presente. Porque, este es a mi juicio el mayor acierto del reportaje, el de comparar la Praga “libre” de hoy con la sojuzgada de ayer, arriesgando, por qué no, una moraleja sobre la vertiginosa y paradójica transición entre la dictadura comunista y la democracia capitalista. Así, mientras arrancan los sones de la Internacional, y vemos las imágenes de visitantes cargados de bolsas desfilando frente al Mcdonald´s de turno, el narrador nos habla de “legiones de turistas que infectan las calles donde paseó Kafka para degustar el colesterol, los juegos de azar y la visión más negra de la historia como ingredientes de una misma receta política”. Y remata: “Aquel socialismo en libertad imaginado cuarenta años atrás ha sido olvidado, arrastrado por un consumismo turbulento como ideal de vida. Y en Praga, como en el resto de Europa ya casi nadie pretende cambiar el mundo”.

A lo mejor va a ser esto el periodismo.

[artículo recomendado por soitu]

viernes, 22 de agosto de 2008

Fotografías movidas

[Familiares aguardando noticias a las puertas de IFEMA, a donde fueron trasladados los cadáveres de las víctimas]

Un avión que se dirige hacia Las Palmas sufre un accidente en Barajas mientras intenta despegar. Aún no se conocen las causas, ni las víctimas. Todos son preguntas en el aire. Internet arde y yo aún no he terminado la siesta. Pero la explosión ya ha empezado a liberar historias, momentos que quedan suspendidos en el cielo como la nave antes de precipitarse al vacío, como si de repente todo un mundo reventara y en vez de trozos de materia despidiera fotografías. Son instantáneas movidas, que no han conseguido pegar un corte nítido y definitivo entre lo pasado y lo por venir, que sirven de puente mientras son deflagradas a cámara lenta, como esos planos de película épica en que un primer rostro refleja un horror sin sonido. Pero esto no es una película. No, aunque a los periodistas se les haya revelado el alma de guionista con el que sus editores sueñan. La 1. Miércoles 20 de agosto. Especial Accidente aéreo. 27% de share.

“Yo tenía que coger ese avión pero llegué tarde” dice un chico con acento de las islas por la radio. Es siempre la misma cantinela. Cambian los protagonistas, los escenarios, el idioma. Es como en el 11-M y poco importa que aquí no hubiera terroristas. Para algunas cosas es lo mismo. Para entrever el misterio y la fatalidad. La amarga ironía de la vida. Lo Terrible, lo Incompresible, lo Arbitrario. ¿Se enfadó al enterarse de que por haber llegado cinco minutos tarde no podría coger el vuelo? Seguro que maldijo por su mala suerte. Además, podía haber volado, pero en primera clase. Prefirió esperar. Tal vez no llevara suelto. O lo acabaran de despedir del trabajo. O no lo esperara nadie. Prefirió esperar. Dos horas. Sin saber que era la vida quien aún lo esperaba. Ahora lo sabe. Si tiene un hijo podrá llamarlo Overbooking.

Nunca había visto nada así” dice un bombero con diez años de profesión a las espaldas temblándole la voz. “Era un infierno”. Faltan las palabras. Las de costumbre están gastadas pero son las que son. Y a la vez sobran, atruenan, se multiplican por todos los medios. A toda costa. Hay que conocer lo que no queremos saber. Como los timbres, las entonaciones vibrantes de la voz, el suspiro que precede a la siguiente frase. No hay que herir. La palabra “calcinado” es espantosa (como lo será “identicación” horas más tarde) y aflora sin querer. Las imágenes recién vistas, desfilan por su cabeza como el tren por la galería de los horrores. Probablemente de niño ya soñaba con ser bombero.

En la terminal, veo por televisión, un hombre de mediana edad se detiene ante un grupo de periodistas. Sabe que su hija iba en el vuelo. Nada más. “Disculpen”, musita tratando de zafarse (pidiendo permiso para plantarse frente a la fatalidad), demostrando que quien es cabal lo es incluso cuando la muerte acecha. No sé qué fue de su hija. Me gustaría pensar –y sé que es horrible para con otros en similar situación- que está entre los diecinueve supervivientes. Diecinueve. Algunos graves “Críticos”. Disculpe usted. Buena suerte.

Por supuesto, están los niños. Son dos o tres o veinte. También bebés. Uno ha salvado la vida. “Aún no sabe que sus padres han muerto”, añade compungida la reportera, segura del efecto que va a producir. También podían haber llegado tarde, haber perdido el taxi, el padre podría haber resbalado en plena calle doblándose el tobillo; la madre haber apagado sin querer el despertador. Podrían. A posteriori tal pensamiento resulta patético. Como el caso de esa peluquera que viajaba como regalo de su esposo por haber aprobado unas oposiciones. Por qué en este momento. Por qué aprobó (la persona a la que arrebató la plaza posiblemente haya visto la noticia por la tele, indemne). Por qué sus vidas trazaron este trágico itinerario y no cualquiera de sus otras millones de variantes. No, no somos títeres. No estaba escrito. Ahora pasamos el lápiz. Más tarde, dentro de mucho, la goma devolverá al olvido lo que hoy nos perturba. Cuando no haya testigos. Cuando ya no estén el enfermero, el psicólogo, el policía, el operario de limpieza que se llega “a echar una mano”. Estaban ahí. Resultaron ilesos. ¿O no? También ellos deberán aprender a vivir con lo visto, a vivir con lo vivido. También con lo fenecido. ¿Habrán abrazado a sus hijos al volver a casa? ¿En qué pensaban mientras se quitaban las ropas oliendo a desgracia y se metían en la ducha? ¿En que cambiarían de trabajo? ¿En que le cogerían miedo a volar? Y sus familias. ¿Qué les dijeron? Puede que les prepararan la cena con los oídos prestos a escuchar. Sin preguntas. Sintiéndose insignificantes ante aquel que había regresado del inframundo. Que había tocado el Misterio obteniendo sólo como réplica una dosis intragable de Absurdo. Y que a pesar de todo, animal humano, podría cenar.

Teoría del caos. El vuelo caído de un avión en Madrid puede provocar un maremoto en el sudeste asiático (aunque no sea capaz de hacer bajar de su mástil una bandera en la villa olímpica). E incomprensiblemente algo me lleva a seguir viendo las imágenes (esa chica de naranja que solloza en una esquina; esas furgonetas, rodantes sepulcros abrillantados), a seguir escuchando las mismas cifras (y a ver el luto en la ropa de la presentadora), observando como detrás de un velo –voyeur avergonzado- a los mismos personajes diciendo las mismas cosas (“erosiones” en el rostro de la hermana hospitalizada). De vez en cuando, me sobresalto, blasfemo por lo bajo, o me estremezco con un nuevo testimonio, con un nuevo rostro arrasado por las lágrimas. Lágrimas que parecen haberse llevado por delante el futuro. Que hacen nacer ya un océano de nostalgia.

Existencias deshilachadas. Inaprensibles. Ruleta de imágenes girando hasta el infinito.

jueves, 14 de agosto de 2008

Kafka y el porno

Envidias, puñaladas traperas, morbo, sexo, sangre. Sí, son elementos que forman parte del menú diario de nuestras televisiones. Nada que ver con el mundo del espíritu, allí donde la alta Cultura se viste de Atenea para iluminar como un beatífico faro las mentes más cultivadas de un puñado de resistentes que forman parte del silencioso pelotón de los mejores. ¿O tal vez no? También la gran literatura se inflama por motivos que poco tienen que ver con lo artístico, también el Arte se envanece con “revelaciones estremecedoras”, y tira cebos que hablan con grandes y estridentes letras de “descubrimientos acongojantes”. El último, relacionado con Kafka, el escritor checo en lengua alemana, de quien se nos cuenta ahora como el no va más de la exégesis filológica que estaba suscrito a dos revistas pornográficas. Qué fuerte.

Este extraordinario hallazgo biográfico del que informaba hace un par de fines de semana por el ‘Times’ es una de las grandes aportaciones del investigador James Hawes, quien detallará en su último libro (‘Excavating Kafka’, que nosotros hemos traducido más ajustadamente por ‘Hurgando a Kafka como si en vez de un genio fuera una nariz’) cómo el autor de ‘El proceso’ o ‘La metamorfosis’ hojeaba (suponemos que con fruición, o cuando menos curiosidad), dos publicaciones eróticas (‘Amethyst’ y ‘Opale’), que publicaba por su primer editor, Franz Blei.

Según el estudioso, Franz (ya que asaltamos su intimidad, podemos llamarlo por el nombre de pila, ¿verdad?) guardaba las revistas –dice Hawes que según notas biográficas del propio autor- en un armarito cerrado con llave para que sus padres no las descubrieran. Algo lógico, teniendo en cuenta que según este detective del alma humana ajena “se trata sin duda de porno, puro y simple. Algo de ello es muy oscuro, con animales practicando felaciones y acción chica-chica…”. Algo, en definitiva que le lleva a utilizar el adjetivo –no sabemos si incluye aquí también las relaciones lésbicas, lo que mermaría aún más nuestro juicio acerca de su persona-, de “desagradable”.

El descubrimiento de Hawes (quien se nos presenta como experto en Kafka y no curiosamente como periodista del corazón) ha venido acompañado de la pertinente controversia académica de por medio. Mientras que éste opina que los investigadores han ignorado voluntariamente esta fuente de información sobre Kafka para no perjudicar su aureola de “semi-santo” (sic), Reiner Stach, biográfo del otrora escritor, en la actualidad carne de forense, le ha restado importancia a estas afirmaciones. Para empezar no es ningún descubrimiento. En segundo lugar, las revistas no son pornográficas (como si importara) sino ilustraciones que tienen valor como caricatura y, por último, el susodicho armario cerrado con llave lo que guardaba era la libreta de ahorro que mantenía secreta a su familia.

Para Stach, en definitiva, Kafka está suficientemente desmitificado como ser humano a esta alturas –existe abundante documentación sobre sus visitas a burdeles-, algo que creeríamos con mayor firmeza si no pusiera tanto empeño en rechazar lo de las revistas, a menos, como parece, que él sea también otro pertinaz moralista.

El propósito declarado de Hawes ha sido “humanizar” a Kafka. “Acercárnoslo”.

El encubierto, dar que hablar y de paso vender libros. Esto sí que es humano y nos ayuda a que nos “acerquemos”. A Hawes, claro. Porque a Kafka lo hemos hecho toda la vida por otros medios. Con temor y temblor ante una obra que no da treguas al lector, que ilumina y espanta, que nos pone al borde abismo y nos empuja si hace falta. Que se anticipa al horror estando ella misma hecha de Horror.

Pregunto modestamente: ¿a quién le importa si Kafka consumía porno o se vestía de gitana, si le ponían los armadillos o escribía tapetes en punto de cruz con la leyenda “En Praga las niñas no llevan bragas”? A Hawes, indudablemente. Y a su editor. Y a los cotillas de la literatura, que piensan que a la hora de estudiar la obra de un escritor existe barra libre y que “humanizar” significa lo mismo que reducirlo a sus miserias. Para ellos, hubiera sido mucho más bonito que Franz Kafka se hubiese dedicado a rescatar gatos de los árboles o a asistir a ancianitas desvalidas en sus ratos libres. Pero, entonces no hubiese el Kafka que hemos conocido, el mismo que nos fascina. Como probablemente tampoco hubiera sido él sin sus suscripciones a revistas pornográficas. Pero, a fin de cuentas, ¿qué importancia tiene todo esto al lado de 'El Castillo'? Publicamos los libros que él quiso dar al fuego, hicimos lo propio con los diarios y cartas que en nuestra vida civilizada juzgaríamos del peor gusto olismear. Pero no tenemos bastante. Más madera, gritan desde la industria cultural.

¿Experto en Kafka? Por favor…

[artículo recomendado por soitu]

miércoles, 13 de agosto de 2008

Sin comentarios

La mujer en cuya defensa acudió el profesor y periodista Jesús Neira y por la que recibió una paliza que le mantiene ingresado en coma en un hospital de Madrid, ha declarado este martes que el agresor, identificado como Antonio Puertas y que se encuentra detenido en Alicante, "es una bellísima persona".

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domingo, 10 de agosto de 2008

Bibliocaustos

Fotograma de la versión cinematográfica de 'Fahrenheit 451' que dirigió Francois Truffaut

Ray Bradbury es un hombre obsesionado con los libros. Como escritor esto debería ser lo más normal del mundo. Pero al afirmar lo anterior hay que destacar que no se trata sólo de literatura –cosa de por sí más que seria-, sino del libro como objeto material que es a la vez un esencial vehículo de cultura y a las librerías de viejo como verdaderos templos del conocimiento.

El autor que sorprendió al mundo en la década del 50 publicando uno de esos ‘best-sellers’ que terminan entrando en la lista de obras inmortales de una época, Farenheit 451 - precisamente una novela en la que los personajes son perseguidos si resultan sospechosos de poseer libros- se ha lanzado en esta última etapa de su ya larga vida a la defensa de las librerías y más concretamente de las librerías de viejo. “Vas a una librería de libros usados y te sorprendes a ti mismo –manifestó Bradbury en una de las intervenciones que dentro de su labor proselitista está desarrollando en diferentes puntos de su país-. La sorpresa debería ser la base de la vida. No deberías saber lo que está haciendo. Deberías ir a una librería para ser sorprendido y cambiar. Las librerías te cambian y te revelan nuevas zonas de ti mismo. Esa es la importancia de las librerías de viejo.”

Uno que a lo largo de su periplo vital ha llegado a ver en estos lugares un auténtico paraíso en el que aislarse rodeado de maestros de las forzosas tareas y quebrantos del día a día, puede entender de qué habla el autor, saber que entre pilas de volúmenes con frecuencia ajados y de hojas amarillentas, incluso la alergia al polvo puede ser sinónimo de algo parecido a un refugio en el que abandonarse al vagabundeo intelectual.

Pensando esta semana en la causa que abandera Bradbury, precisamente mientras compraba como siempre con el mismo ingenuo entusiasmo algunos libros usados, me enteraba del fallecimiento de Solzhenitsin, la gran voz de los crímenes soviéticos en tiempos de Stalin que supo destripar como nadie las turbias entrañas de lo que él dio a conocer como ‘el archipiélago Gulag’.
Las conexiones entre ambas “noticias” resultaban obvias. En ambos casos, el del viejo defensor de una cultura en apariencia amenazada y el del testigo de uno de los sistemas de opresión más sofisticados y crueles de la historia, podíamos trazar trayectorias confluyentes. Lúcidos testigos de su tiempo, pueden ser considerados, uno como fabulador, el otro como cronista, como destacados adalides de la libertad, como vigías siempre alertas ante el afán destructor de las ideologías.

El caso de Bradbury es singular. En apariencia su vida discurre por los senderos de una democracia consolidada como es la estadounidense, pura encarnación en teoría del anti-Estado. En este sentido debería situarse en el extremo opuesto al del escritor soviético. Pero en tiempos de la Guerra fría pudo también sentir sobre su nuca el aliento de totalitarismos más sutiles en forma de caza de brujas. Por eso se unió como epígono con Fahrenheit 451 a esa pléyade de espléndidos narradores que conformaron lo mejor de la literatura anti-utópica heredera de una tradición decimonónica asentada sobre nombres como los de Julio Verne, Mary Shelley o H.G. Wells.

Zamiatin, Huxley, Orwell y el mismo Bradbuy representan algo así como una segunda hornada de escritores que se reveló contra algunos de los males que creyeron diagnosticar en la realidad de su tiempo: la conversión del individuo en número, la sumersión de la persona en una masa innominada e indiferenciada de seres, la forzosa supresión de los estados “carenciales” (tristeza, soledad, angustia, duda…), el consumo como dogma, la libertad como fuente de desdicha…, y que trazaron el dibujo más o menos ajustado de sistemas políticos autoritarios que propugnaban la aniquilación de la cultura escrita en beneficio de otra audiovisual en la que la televisión ejerce su implacable poder de seducción. En todos ellos se escenifica una lucha de determinados sujetos –pues aún existe una Resistencia intelectual- frente al pensamiento único que representa el Sistema. Y son precisamente estos marginados, estos inconformistas, estos angustiados y lúcidos representantes de una cultura en extinción, los que deberán oponer su estilo arcaico de vida al mundo feliz diseñado en los tubos de ensayo del porvenir.

“Era un placer quemar.
Era un placer especial ver las cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas […] Mientras los libros se elevaban en chispeantes torbellinos y se dispersaban en un viento oscurecido por la quemazón”.

Así se inicia Fahrenheit 451 (“temperatura a la que el papel de los libros se enciende y arde”), una novela en la que Bradbury, obsesionado con bibliotecas y llamas, traza nuevamente un paisaje distópico donde no existe la discrepancia y la felicidad es una obligación, sólo que ahora llevando hasta el primer plano de la trama la desaparición de la era de Gutenberg, sepultada bajo las hordas de cierta “cultura” de la imagen en la que prevalecen los valores de lo light, y donde la seguridad y el confort suplantan la misma capacidad del individuo para dudar.

Lejos de resultar profecías, como con frecuencia se les atribuye, estos libros encierran un retrato, y bastante fiel, de numerosos episodios históricos acaecidos en el pasado. Épocas de represión, de intolerancia, de dogmatismo, de gulags, de bomberos que en vez de mangueras portan lanzallamas, como en aquellos aquelarres medievales que siglos después recuperó el nazismo. Sombras de odio e ignorancia danzando en torno a piras repletas de tomos crepitantes.
Como demuestra Fernando Báez en Historia Univesal de la destrucción de los libros –libro que fervientemente recomiendo-, la destrucción de libros camina en paralelo del devenir humano, por lo que no se puede decir –los fundamentalismos actuales dan fe de ello- que sea una fase superada de nuestra Historia.

Quemar un libro es como dar vivas a la Muerte. Decía el poeta Henrich Heine: “Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. Y ni siquiera invistiéndonos de un buen traje de cinismo nos consuelan las palabras de Freud, cuando ante las reacciones que a nivel mundial suscitaron las quemas de libros nazis, salió al paso en respuesta a una periodista considerándolas como un avance en la historia humana: “En la Edad Media ellos me habrían quemado. Ahora se contentan con quemar mis libros”.

Definitivamente tiene razón Milton cuando en ese gran manifiesto contra la censura que fue su Aeropagitica afirmaba: “tanto como matar a un hombre es matar un buen libro. Quien mata un hombre mata una criatura razonable, imagen de Dios; pero quien destruye un buen libro, mata la razón misma, mata la imagen de Dios…”

El caso es que algo tiene el fuego, sobre todo a 451 grados fahrenheit, que estremece y provoca una irresistible atracción. O en palabras del siniestro capitán Beatty de Bradbury: “¿Qué tiene el fuego que nos parece tan hermoso? No importa qué edad tengamos. Siempre nos atrae […] Un movimiento perpetuo. Algo que el hombre siempre quiso inventar. O casi el movimiento perpetuo. Si uno lo dejase arder, duraría toda la vida. ¿Qué es el fuego? Un misterio.”

La destrucción de de libros, intencionada o accidental se revela como un atentado contra la Cultura, ya que si bien existen libros cuyo valor estético o como vehículo de conocimiento es bastante dudoso, es evidente que nada simboliza mejor al ser humano dotado de razón –Borges lo sabía muy bien- que la biblioteca. Existen, sin embargo, otros incendios menos llamativos, más sutiles, preventivos, libros que arden sin cerillas. Hablamos aquí del progresivo abandono del libro, de la lectura, que empezaría con la sustitución de la auténtica literatura por una insoportable verborrea, producto de la inflación de palabras que George Steiner ya hace mucho que señaló como propia de nuestro tiempo. Es el “analfabetismo funcional” o “iletrismo” la plaga que ya nos asola. Este tipo de patología es la que sufren aquellas personas que “sabiendo leer y escribir, han perdido la práctica de hacerlo hasta el punto de no comprender un texto simple en relación con su vida cotidiana” en palabras del profesor Sánchez Noriega. Pero esto ya, como diría un sabio, es otro tema.

Como modesto homenaje al desaparecido Solzhenitsin y al todavía combativo Bradbury podríamos terminar estas reflexiones colectivas que he tratado de hilar no sé si con demasiada fortuna, recordando aquellas palabras del mejor Sartre –el más universal y por lo tanto menos dogmático- en un ensayo de gran influencia durante la parte central del pasado siglo, en ¿Qué es la literatura? Allí cuando afirma: “El hombre puede prescindir de la literatura. Pero puede prescindir del hombre todavía mejor”. Olé.

[artículo recomendado por soitu]

viernes, 8 de agosto de 2008

Solzhenitsin


Cuando me enteré de la noticia del fallecimiento de Solzhenitsin sentí que debía escribir algo aquí sobre lo que supuso para mí la lectura de Archipiélago Gulag. No puedo decir que se tratara de un descubrimiento -en el sentido de revelación- lo que me aportó la lectura de este desconsolador informe. Los crímenes de la dictadura comunista en tiempos de Stalin eran sobradamente conocidos desde hacía décadas. Y, además, ya antes habían caído en mis manos libros como el Homenaje a Cataluña de Orwell y muy especialmente el superlativo El cero y el infinito de Koestler. Cuando me topé -o mejor dicho, busqué el 'Archipiélago'- ya estaba con

Camus -incluso con Aron- antes que con Sartre (ideológicamente hablando). Pero la minuciosidad con la que el escritor ruso nos cuenta el terror soviético en tiempos de Stalin merece ocupar un lugar de excepción entre los testimonios de ese infausto siglo que fue en muchos sentidos el XX.

Como digo, me hubiera gustado detenerme un poco más en este asunto, pero la falta de tiempo en estos días de agosto -con las vacaciones aún por horizonte salvador- me lo ha impedido, de ahí que para no dejar pasar la ocasión haya optado por reproducir un artículo que desarrolla mi propio punto de vista sobre el tema. Su autor -alguna vez he aludido a él en este blog- es Francisco Gálvez y ha salido publicado este mismo viernes en el semanario EL AVANCE de Vélez-Málaga. Se llama 'Solzhenitsin' y dice así:

"La frase llegó una fría tarde de noviembre, con una tímida lluvia de otoño cayendo mánsamente más allá de la ventana, siempre abierta: Glavnoe Upravlenie Laguerei. Gulag. Los campos de concentración soviéticos. Allí estaba yo, ajeno al frío, ignorante del agua que se introducía furtivamente por la ventana, atrapado para siempre por el testimonio crudo, desgarrado y terrible de la gran cárcel que había creado Stalin en la URSS. Un testigo directo de aquel horror, Alexander Solzhenitsin, había tirado una botella al mar de Occidente, cual náufrago, con el mensaje dentro: Archipiélago Gulag. El mundo debía conocer lo que se fraguaba tras los altos muros del Telón de Acero. Y había que hacerlo tal cual, porque jamás podría esperar que los occidentales que visitaban la URSS encontraran en ella nada censurable en el ejemplar collage del paraíso socialista soviético, donde la revolución había hecho a todo el mundo, al fin, libre. O eso venían contando. Los mismos occidentales que encontraban rollizos a los ucranianos en plena hambruna. Todo lo más, aparecería un Malraux que escribiría en otras Antimémories una fabulosa conversación intelectual con Stalin, tal y como la escribió de la que tuvo con Mao. Aunque luego todo fuese mentira. Había que escribirlo mostrando las caravanas de esclavos, el flujo continuo de prisioneros, los campos de concentración, los trabajos forzados... Y, también, a todos aquellos obreros, luchadores antifascistas, intelectuales o comunistas convencidos que pasaron por la Lubianka, cuartel general del KGB, con destino al infierno. Una frase de la niña Vania Levitski, sirva como resumen: “Toda persona honrada tiene que pasar por la cárcel. Ahora está papá, cuando yo sea mayor también me encerrarán a mí”."

lunes, 4 de agosto de 2008

Reflexiones profanas sobre la crisis económica

Es cierto, como se han encargado de recordarnos algunos optimistas antropológicos -generalmente cercanos ideológicamente a los actuales gobernantes- que a los españoles les interesan más cosas que la economía. Pero resulta complicado hacerle entender al vecino que la eutanasia o el voto para los extranjeros son grandes prioridades –siempre que no tenga a algún familiar en dicha situación o él mismo sea extranjero- cuando uno se acaba de quedar sin trabajo, llegar a final de mes empieza a ser misión imposible o ha tenido que echar mano de esos ahorrillos que tenía guardados “para la universidad de los niños”. Sin juicios morales, así somos. Y que conste que no pretendo hacer demagogia, sólo constatar un hecho huyendo además de esa falsa ecuación según la cual sólo critica al Gobierno quien ideológicamente se le opone, y entre sus defensores no pueden encontrarse sino un puñado de ‘sociatas’ que, para más INRI, no tienen dificultades económicas.

Para hablar de economía “seriamente” –que formas más divertidas tampoco faltan, como saben en soitu-, no es imprescindible ser un experto, puede incluso que ayude ser un lego en la materia, habida cuenta de los continuos fallos en las previsiones que sobre la actual situación han arrojado los economistas. Vamos, que si la economía es una ciencia humana, vale con usar cartera y tener algo de memoria para hacer una breve radiografía sobre algunos de los aspectos que más están dando que hablar de la actual “crisis” en nuestro país. Empezando por la propia palabreja.

La falsa polémica en torno a la definición de la situación por la que atravesaba la economía española parte de la ingenuidad de un ejecutivo que pensaba que alterando el nombre de las cosas (Crisis? What crisis?) podría hacer cambiar la realidad. No llamar “crisis” a la crisis escudándose en que técnicamente si la tomamos como sinónimo de recesión, aún no se ha producido un decrecimiento continuado de la actividad económica durante dos o más trimestres consecutivos, fue primero una táctica electoral y más tarde –lo creo sinceramente- una manera de no alarmar a la sociedad frenando aún más la inversión por parte de las empresas y el consumo de los ciudadanos. ”Si infundes mucho pesimismo, si no dices nada positivo, es peor” le dijo por lo bajinis a Zapatero el presidente del Círculo de Economía de Barcelona, José Manuel Lara.

La imprevisión del Gobierno fue creer que realmente este modo de actuar podría suavizar las rugosidades de una rápida desaceleración que antes que tarde terminaría cobrando forma.

Sin embargo, quienes acusan al Gobierno de no acertar en el diagnóstico se equivocan y lo saben. Porque son los mismos que acusan a Zapatero y sus ministros de haber mentido a los ciudadanos ocultando la realidad. ¿Qué realidad? ¿La de la crisis? Entonces sabían cuál era la realidad, sólo que trataban de enmascararla. Vamos, que habían acertado en el diagnóstico, algo para lo que dicho sea de paso, no hacía falta haber ganado el Nobel de Economía.

La subida de los precios del petróleo, la crisis de las hipotecas en Estados Unidos, el aumento galopante de la inflación (alguien ha matado a alguien…), venían algo más que anunciando la llegada de una crisis de proporciones planetarias, que se dejaría sentir muy especialmente en el crecimiento de los países más ricos y en la situación de las clases mas bajas en los países emergentes. Esto a nivel mundial. En casa, la construcción, el gran motor durante los años de bonanza, ya dio síntomas a lo largo del año 2007 de que empezaba a ralentizarse, lo que sumado al repunte de la inflación no hacían presagiar nada bueno para este ejercicio. Por no decir que parecía impensable un crecimiento en niveles superiores al 3% de forma indefinida mientras la eurozona crecía a un ritmo netamente inferior.

Afirmar que el Gobierno no se ha enterado carece de toda lógica, ya no sólo porque un niño de primaria pudiera ver venir a distancia lo que se avecinaba sino, entre otras cosas, porque son precisamente los gobiernos quienes antes disponen de este tipo de informaciones sobre la evolución de la economía.

Así las cosas, debemos conformarnos con afirmar que lo que se ha hecho es una labor de maquillaje de la realidad, si es que no se ha falseado directamente la misma. Uno de los casos más flagrantes sería la aseveración de que estamos mejor preparados que cualquier otro país de nuestro entorno para afrontar la actual coyuntura. Un truco barato. A no ser que consideremos como de nuestro entorno a naciones como Sudán o Bolivia (algún funcionario del Ministerio de Economía podría decir que la primera está en África, continente que está apenas a 14 kilómetros de la península y que con la segunda mantenemos estrechos lazos históricos y lingüísticos), pues eso, salvo que apliquemos semejante criterio, no encontramos evidencias que avalen esta afirmación. Sólo hay que echarle un ojo a nuestra galopante deuda exterior, a la manera en la que el superávit se ha volatilizado o cómo países como Alemania son capaces de hacer frente a las dificultades para darse cuenta de que estaremos en la Champions League, pero jugando la liga previa.

Aunque no siempre el Gobierno ha falseado la realidad. En este sentido, me gustaría dejar claro una cosa. La política de Vivienda del primer Gobierno de Zapatero ha sido cualquier cosa menos brillante, pero acusar al actual ejecutivo –como de hecho se comenta en la calle- de ser el causante del frenazo en la construcción o de, en otra dirección, no haber advertido de que esto pudiera suceder sólo deja a las claras la mala memoria de buena parte de la ciudadanía cuando llegan las vacas flacas (como si al tiempo que el bolsillo se les aliviase el seso). Antes y durante su estancia en el poder, los socialistas no se cansaron de anunciar que tarde o temprano la pompa explotaría, que es lo que realmente ha sucedido. ¿Culpa del Gobierno? No. Se les puede acusar de no haber creado políticas activas más eficaces para el alquiler o la compra, de no haber liberalizado suelo, incluso de haber caído a veces en lo ridículo -como con los famosos pisos de 30 m2, etc. Pero al César lo que es del César. Y al Mercado lo que es del Mercado.

Y llegamos al delicado asunto de las medidas para paliar los efectos de la crisis. Reconozco que este es un tema ante el que, por mi ignorancia en la materia, me veo superado (y no me consuela pensar que a los directivos del Banco Central Europeo o de la Reserva Federal les pasa lo mismo).

Aún así, me permito esbozar unas reflexiones intentando simplemente apelar al sentido común. Ni decir tiene que la ayuda de los cuatrocientos euros es de una ineptitud asombrosa, claramente electoralista y, que como experiencias similares han demostrado en otros países, no servirá para aumentar el consumo, sino el ahorro.

La promesa de mantener las medidas sociales, a pesar de su lógica socialdemócrata, me produce también cierta inquietud. Frente a las políticas de ajuste, el Gobierno ha anunciado –veremos si puede cumplirlo- un aumento en el gasto social, lo que si bien podría por un lado lanzar un mensaje de tranquilidad a las personas más expuestas ante la actual situación, podría al mismo tiempo retrasar la recuperación económica. Si esto fuera así, la receta podría agravar la enfermedad en vez de aliviarla.

Frente a la actitud zigzagueante y nada tranquilizadora del Gobierno, ¿qué ha opuesto el Partido Popular? Pocas soluciones, muchas acusaciones, y recetas desconcertantes. Entre las cosas que más me han sorprendido de la labor opositora de Rajoy una vez que consiguió salir airoso de su congreso, ha sido el hecho de promulgar un claro intervencionismo económico que casa mal en teoría con la supuesta esencia liberal de la formación. Para el PP español se deben tomar medidas –que no se especifican- bien para frenar la crisis, o bien para acelerar el tiempo de reacción. Lejos de pensar que el mercado se regula por sí solo, como afirma la teoría clásica, apelan a un vago keynesianismo no reconocido explícitamente que aspira a que la economía pueda funcionar a pleno rendimiento lo antes posible si se aplican una serie de medidas correctoras que no terminan de concretar. Todo lo cual me lleva a pensar –y reconozco que es desolador- que gestionase quien gestionase la crisis estaríamos más o menos igual, y que sólo variaría el sentido en el que se dirigen las críticas y las imprecaciones.

A la actual situación se suman en nuestro país las reivindicaciones de algunas autonomías, como Cataluña, que no vienen más que a pedir su parte. La que le prometieron en el nuevo estatuto y que, como los fondos para la Ley de Dependencia, esperan también poder concretarse. Si en cualquier tiempo es difícil apelar a la solidaridad entre territorios, ahora que el calor aprieta y que se han hecho públicas las por otra parte previsibles balanzas fiscales de las distintas comunidades aún menos cabe esperarla.

Por cierto, como nota final, me reafirmo en algo que siempre he pensado. Zapatero tiene una flor y no es la rosa que luce en la solapa en los mítines. Y del mismo modo que ganó un congreso en el que no contaba para nadie; se encontró con un atentado a las puertas de unas elecciones en las que parecía destinado a perder; y revalidó su mandato antes de que empezaran a salir los peores datos económicos; se va a encontrar ahora con que la economía española empezará a levantar el vuelo en la segunda parte de la legislatura, es decir, mientras pone su mirada 'cincunceja' en las generales 2012. Vamos, ni en sus mejores sueños.

[artículo recomendado por soitu]

viernes, 1 de agosto de 2008

El medallero de los DD.HH

En paralelo a las competiciones deportivas que están a punto de comenzar y a la transformación urbanística que está experimentando Pekín, en China se están disputando en paralelo otros juegos que poco tienen de lúdicos. Son los Juegos de los Derechos Humanos en los que compiten asociaciones como Amnistía Internacional, quien está dispuesta a copar el medallero con mensajes tan elocuentes como éste:
China ostenta actualmente el récord mundial de ejecuciones con 1.010 de 1,591 ejecuciones confirmadas en todo el mundo.
[visto en chiquiworld]

Artículo relacionado en A&I: 'China: no es un juego'
 
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