martes, 25 de diciembre de 2007

Impresiones de Navidad

Cada año me coge más desprevenido la Navidad. Vamos, que su llegada de un tiempo a esta parte es inversamente proporcional a mis ganas de que llegue. Porque uno no pasa por la Navidad, sino que es ésta la que nos pasa por encima como una apisonadora. Y es que por ateo o agnóstico que se sea es imposible no terminar formando parte de ella. Es como pasar en Sevilla una Semana Santa. Por mucho que te escondas tarde o temprano terminarás con la ropa oliéndote a incienso y el ojo incrustado en la punta de un capirote (mejor ahí que en el pábilo de una vela, ¿no?).
Sin embargo, supongo que con los años uno se acostumbra a sus alergias. Tras una primera fase infantil de euforia, como la que caracteriza al que se ha criado en una de esas familias “de toda la vida”, viene el rechazo. Si has superado sin traumas el descubrimiento de que tus padres son los Reyes tarde o temprano algo o alguien vendrá a dar argumentos para la fase de desencanto. En mi caso fue descubrir que había quien se iba al otro barrio poniéndole las luces al Belén. Macabro, ¿no? Y así, de esperar con anhelo la llegada del puente de la Constitución para inundar de bolas de colores la casa uno termina entendiendo la Navidad como uno de los personajes de A casa por vacaciones de Jodie Foster (aunque ellos celebran el Día de Acción de Gracias, qué más da).
Pero, ya digo, esta etapa también pasa. Aunque sea por no parecer un ‘esaborío’. Y uno acaba cogiéndole cierto placer morboso a las cenas familiares, al Belén con un niño Jesús sin brazos en la chimenea (“¿Y si la encendemos, cariño?”), a gozar de una salud espléndida el día de la lotería, y especialmente a los ritos televisivos, tanto, que hasta termina uno por indignarse cuando estos desaparecen. Ays, aquellos tiempos en los que uno aguardaba las vacaciones para volver a ver Lo que el viento se llevó, Casablanca, Dr. Zhivago, o, cómo no, Qué bello es vivir. No hace tanto tiempo de esto. Vamos, que el vídeo ya era algo generalizado en muchas casas, pero la gracia residía en ver todas estas pelis en familia, con los primos venidos del quinto pino relegándonos a los brazos del sofá (“que para una vez que vienen…”), con interminables bloques de anuncios formando cola en la puerta del baño, la boca llena de mazapanes y el estornudo presto a causa del polvillo de las hojaldrinas.

De pronto, hemos descubierto que el nacimiento de Jesucristo –que ya sabemos que no fue un 24 de diciembre-, lo que cuentan los evangelios, la misa del gallo y demás gaitas nos traen al pairo pero que sentimos la urgencia de ver a James Stewart tirándose por un puente o a Humphrey Bogart más triste que la hija de Juan Simón lanzando rayos de tebeo al insoportablemente buena persona de Victor Laszlo –y ya me dirán qué tiene que ver una peli de los años 40 sobre la resistencia francesa con la Navidad (lo mismo, me dirán que Lawrence de Arabia con la Semana Santa).

Por eso, este año, y pese a que como he dicho al principio, la Navidad me hubiera cogido a contrapié, y hayamos puesto los adornos (vaya, yo no, Mari Carmen) cuando ya sabíamos que tampoco esta vez nos iba a tocar el gordo, esperaba también mi ración anual en forma de peli cursi a “anque” fuera en versión de pesadilla navideña burtoniana.


Así, y cuando ya iba cual Pablo cabalgando descreído por el desierto, cayó en mi pueblo la mayor granizada que los mayores del lugar (mi suegra, sin ir más lejos) recuerdan. Y hete aquí que yo, con años para alicatar dos cuartos de baño, incluido el gresite de las duchas, me vi tirando bolas de granizo que como níveas bombas de racimo se descuajeringaban (sin llegar nunca al objetivo, esto es, mi sufrida novia) sobre el manto blanco que cubría las calles de mi barrio. La navidad había llegado a la ciudad. Al día siguiente Vélez-Málaga saldría en los informativos y tendríamos que recoger las ramas destrozadas por tan mágica visita.

Pero, la Nochebuena televisiva aún nos tenía preparada una sorpresa. En medio de tanto refrito navideño, de programas especiales grabados semanas atrás, Cuatro tuvo el acierto de pasar (eso sí a las 2 de la mañana) La vida de Brian, la iconoclasta mirada de los Monty Python sobre la historia en este caso de un salvador involuntario elevado a Mesías por una turba de judíos alucinados en tiempos de Pilatos. La vida de Brian me parece ahora –como algunos de los trabajos más logrados del grupo inglés, El sentido de la vida, sin ir más lejos -una cinta brillante, pero tengo que reconocer que, como en otras tantas ocasiones en mi vida, tuve que darle más de una oportunidad a la película antes de considerarla como “una de las mías”.

Como el agua del mar con los guijarros de la playa, así el paso del tiempo va eliminado ciertas resistencias que debo atribuir a los mil y un prejuicios heredados de una educación “moralmente” estricta. Así, lo que en una primer acercamiento se me había antojado como un escándalo, poco a poco me fue pareciendo una muestra mayúscula de humor e ingenio. Escenas como las que nos muestran a Brian siendo obligado por unos centuriones a repetir cien veces una pintada que "invita" a los romanos a marcharse de Jerusalén ("Romanes Eunt Domus"), y todo porque la frase estaba mal declinada; o aquella en la que el mismo protagonista es obligado por un mercader a regatear cuando está dispuesto a darle el precio real del producto, forman parte de la mejor antología del género de comedia en el cine.

Y constituyen desde luego un antídoto contra el espíritu de seriedad con el que tantas veces se quiere rodear la desconocida existencia de uno de los personajes más influyentes y a la vez enigmáticos de la humanidad. Sin ir más lejos, también en Cuatro, Iker Jiménez preparó para la noche del día de Navidad un especial que quería mostrarnos al Jesús más oculto. Ése cuya vida recrean más de 50 evangelios, entre ellos los cuatro oficiales, y que trae de cabeza a los tripulantes de la “nave del misterio”. Imagínense. A través de un vídeo se recrea un pasaje del Evangelio apócrifo de un tal Tomás ‘el filósofo’. En la dramatización se ve a un niño rubio y blanquito como un noruego pero con ropajes presuntamente judaicos del siglo I fulminando (“secando”, en sentido literal) con sus poderes a otro pobre chaval que ha decidido llevarle la contraria. Al niño se le queda la cara como el parto de un gremlin. En la siguiente escena los padres del muchacho van y reprenden a José y María como diciéndoles: "¡Hay que ver tu niño la mala leshe que manea!" Por si fuera poco, me entero después de que el buey y la mula no aparecen en los evangelios sino que alguien se los inventa en el siglo VII. Qué revelaciones más terribles.

En fin, decido terminar el puente, y mientras voy asaltando de forma intermitente la cesta de dulces navideños –debo preguntarle a Iker si los Ferrero Rocher son o no canónicos- escribo estas impresiones al tiempo que escucho a Oscar Peterson interpretando a Gershwin. Otro que nos abandona en este infausto año. Y es que la Navidad, como la naturaleza, es neutral.

Por eso Belén es un pueblo ruinoso de un país en ruinas. Y a mí se me han acabado las sales de frutas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido José María, me parecen muy divertidas tus reflexiones navideñas y sobre todo, muy acertadas. Si no fuese porque la sociedad de consumo se encarga de recordarnos todos los años que llega la Navidad (y que nuestros familiares y amigos ahora más que nunca están fritos por recibir regalos e invitaciones), hasta las comidas familiares quedarían pendiente de un hilo...
Enhorabuena por los contenidos del blog; actual y variado.
M.Juana.

Anónimo dijo...

gracias M.Juana por tus palabras. Desde luego, andamos metidos en una vorágine de la que resulta imposible salir indemnes. Al menos ya hemos pasado el umbral del nuevo año. Sólo quedan unos diez meses para volver a empezar... Aunque entre medias tengamos que vivir semanasantas, síndromes posvacacionales, vueltas al cole...
Pero, resistiremos. ¡Feliz año!

 
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