jueves, 22 de noviembre de 2007

Fernán Gómez y el último abrazo


Cuando sólo era un niño y eso que llamamos Cultura distaba mucho de encontrarse entre mis preocupaciones -a no ser que fuera la "cultura" de hacer campamentos en torno a los olivos y algarrobos de mi pueblo- Fernando Fernán Gómez (Lima, 1921-Madrid,2007) ya era una institución en este país. Actor, director, escritor. Referencia obligada, imprescindible, mayúscula, dentro de un cine como el español al que nunca le han sobrado referentes sólidos, mis primeras evocaciones me llevan a aquellas películas en blanco y negro, más voluntariosas que brillantes, en las que daba salida a su desbordante vis cómica como el gran anti-galán clásico que fue.

Durante años le perdí la pista. Aunque él seguía ahí, erre que erre, poniendo crucecitas al lado de las casi doscientas películas en las que actuó, y dirigiendo y escribiendo novela, poesía, teatro, y ganándose la letra B de la Real Academia Española de la Lengua que le era concedida en el año 2000, convirtiéndose en el primer actor en formar parte del comité de sabios de nuestra lengua. Cierta prejuicio intelectualoide me había separado de su carrera. En mi percepción, formaba parte de esa cohorte de artistas que como Imperio Argentina, Alfredo Mayo o incluso Paco Martínez Soria –que ya es confundir-, se habían encargado de entretener las televisivas tardes y noches de mi infancia. Y yo, claro, ya era un niño de la generación de “La bola de cristal”, imbuido por un espíritu renovador que sólo más tarde descubrí que anteponía sonoro artificio a verdadera y profunda hondura artística.

‘El viaje a ninguna parte’, película que terminé adorando, no la descubriría hasta años más tarde de haberle granjeado tres goyas. Y así, no lo reencontré hasta que de la mano de Cuerda protagonizó el personaje de un Dios piadoso y mundano en ‘Así en el cielo como en la tierra’. A partir de entonces, y salvo intermitencias puntuales, se convirtió en uno de mis grandes compañeros de viaje en el "rutilante firmamento del cinema". Per no fue precisamente hasta sus últimos diez años de carrera cuando mejor pude disfrutar de su enorme talento interpretativo. Cintas como ‘El abuelo’, ‘Todo sobre mi madre’, ‘En la ciudad sin límites’ o ‘La lengua de las mariposas’ nos dieron la medida de su talla como intérprete, tanto como aquel capítulo de gran y generalmente malentendida resonancia, en el que despachaba airadamente a un pesado, nos descubrían su genio indomeñable, su resistencia a servir de pasto al circo mediático de nuestros días.

En el epílogo de su vida y cuando toda su obra había sido consumada, nos legaba su más auténtico e íntimo testimonio humano en una entrevista que David Trueba convertía en película documental bajo el título ‘La silla de Fernando’, que bien podía haber sido subtitulada: “Lecciones de un maestro”.

Sólo unas horas después de abandonarnos, de sumarse a esta inquietante nómina de moradores de nuestro particular panteón de ilustres del cine, la literatura, los medios de comunicación, la música…, que se han ido en este 2007 (André Gorz, Ingmar Bergmann, Francisco Umbral, Pavarotti, Carlos Llamas, Juan Antonio Cebrián…), la sensación que nos invade a muchos es justamente de desamparo. Podría consolarnos contemplar cómo se han sucedido las muestras de dolor en esta tarde-noche; la convicción de que éstas seguirán amontonándose en forma de titular, de reportaje, de columna de periódico… Parecen decirnos: su obra pervivirá. Pero existen elementos que, sin embargo, acrecientan nuestro desasosiego: ¿cómo en el mismo día en el que Fernán Gómez se va, cuando en la mente de todos se vislumbraba desde hace tiempo el advenimiento del fatal desenlace, cómo, me pregunto, ninguna televisión ha tenido la decencia de reponer ninguna de las doscientas películas que interpretó, de las decenas que dirigió, cómo, insisto, ninguna cadena ha modificado su programación –excepción hecha de los informativos- para recordarle del único modo que un actor se merece, revisitando su obra?

Menos mal que él mismo hace mucho que preparó su epitafio. En un artículo publicado en El País en 1994, titulado 'El abrazo de la lectura' nos dejaba esta emotiva despedida, que tanto dice sobre lo que fue, sus pasiones, sus devociones, su visión serena: "Echo una mirada a la biblioteca. Cuántos libros en ella que ha devorado el olvido. Y cuántos que ya no podré leer. Quiero decirles a esos libros que no leeré nunca, que no se sientan despreciados. Sí sé que no los leeré es porque estoy en esa edad en la que al tiempo se le ve volar como a un gorrión asustado, en la que se nos escapa como agua en un cesto, en la que huye como algunos queridos recuerdos. Pero al decir adiós, que un libro me abra sus brazos y repose sobre mi pecho."

Todo un testamento al que se suman todos esos grandes momentos que ha legado a la posteridad a través de los personajes que llevó a la gran pantalla. Como el Conde de Albrit de Pérez Galdós recreado por Garci en 'El abuelo'. Una muestra ejemplar de contención, sobriedad y dominio de la escena.


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