viernes, 12 de octubre de 2007

El compromiso de Amos Oz


¿Cómo curar a un fanático?”. La pregunta la formula Amos Oz (Jerusalén, 1939) al comienzo de Contra el fanatismo (trad. de Daniel Sarasola, Ediciones Siruela, 2003), un pequeño y estimulante librito nacido de tres conferencias que el escritor israelí impartió en Tubinga y que constituye un perspicaz alegato en favor del sentido común a la hora de intentar superar el ‘problema’ árabe-israelí. “¿Cómo curar a un fanático? –interroga Oz-. Perseguir a un puñado de fanáticos por las montañas de Afganistán es una cosa. Luchar contra el fanatismo, otra muy distinta”. De hecho, para empezar hay que diagnosticar el mal. Esto es lo más fácil, basta con saber identificar la naturaleza del fanático, que parte, según Oz “al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”, y que le lleva a desear cambiar a los demás.
Por su bien, claro. “El fanático es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran altruista. A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu alma, redimirte…” El fanático se desvive por nosotros, viene a liberarnos de nuestras ataduras, topógraficamente hablando, con el mismo gesto: “Una de dos: o nos echa los brazos al cuello porquer nos quiere de verdad o se nos lanza a la yugular si demostramos ser unos irredentos

Todo opera para que el “acuerdo” -única condición que permitirá hallar una solución duradera entre las partes- no llegue a producirse. Todo se reduce a vencer o salir derrotado, a humillar al enemigo o claudicar, a imponer la única verdad o traicionar el ideal. El fanático no está dipuesto a dar su brazo a torcer. El diálogo no existe sino como acto de agresión mediante el que conquistar un territorio. Es una colonización en la que el invasor no está dispuesto a fundirse con el enemigo. Sólo quiere aniquilarlo, lo que en ocasiones resulta ser literal.

El fanático tiene inoculado un virus letal que además es “extremadamente pegajoso”, y que se puede contraer fácilmente, “incluso al intentar vencerlo o combatirlo”. Con este panorama, ¿nos queda alguna esperanza de encontrar un antídoto? Para el autor debe de existir, aunque los más de cuarenta años, que le han llevado entre los “suyos” a ser tachado en ocasiones de “traidor”, en pro de una solución negociada al conflicto “territorial” entre palestinos e israelíes, han sido tiempo más que suficiente para advertir de que no existen soluciones fáciles ni alcanzables a corto plazo.

Para empezar, es necesario conjurarse contra esta peligrosa afección. En este sentido, un alivio infalible resulta ser el sentido del humor. “Creo –dice Oz- haber inventado la medidina contra el fanatismo. El sentido del humor es un gran remedio. Jamás he visto en mi vida a un fanático con sentido del humor. Y más adelante: “Si pudiera comprimir el sentido del humor en cápsulas y luego persuadir a poblaciones enteras para que se tragaran mis píldoras humorísticas, inmunizando así a todo el mundo contra el fanatismo, puede que algún día accediera al Premio Nobel de Medicina en vez de al de Literatura”. Si esto falla, el -de momento-, último ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, propone otro remedio, un recurso de escritor: “imaginarse en el otro”. “¿Cómo me sentiría si fuera ella? ¿Cómo sería ponerme en la piel de él?” Son preguntas que Oz, el narrador, se hace cada día antes de escribir hasta los diálogos más sencillos. Como decía D.H. Lawrence: “Para escribir una novela, hay que ser capaz de refrendar docena y media de opiniones y sentimientos contradictorios con el mismo grado de convicción”.

Y es esta técnica, producto de la observación, de la contemplación creativa, la que permite al ciudadano entender, desde su punto de vista judío israelí, cómo se siente un palestino desplazado o un colono israelí en Cisjordania. Al fin y al cabo, venimos con las cartas marcadas y uno no sabe nunca dónde o bajo qué condiciones podría haberse encontrado. “No puedo dejar de pensar muy a menudo –escribe el autor de la perturbadora Una historia de amor y oscuridad en otro pasaje del libro- que, con una leve modificación de mis genes o de las circunstancias de mis padres podría ser él o ella, podría ser un poblador de la orilla occidental, podría ser un extremista ultraordoxo, podría ser un judío oriental de un país del Tercer Mundo, podría ser alguien diferente. Podría ser uno de mis enemigos”. Se trata de procurarse un puente mental con el que combatir este “gen fanático que todos llevamos dentro”. Porque, como nos recuerda Oz, parafrasenado a John Donne, ningún un hombre es una isla, en todo caso, una península con una mitad unida a tierra firme y la otra mirando al océano. “Una mitad conectada a la familia a los amigos, a la cultura, a la tradición, al país, a la nación, al sexo y al lenguaje y a otros muchos vínculos. Y la otra mitad deseando que la dejen sola contemplando el océano.”

Esto debería ser válido –teniendo en cuenta, como diría Cioran, que existen grados en la escala deplorable- para un ecologista radical, un seguidor de las dietas extremas o un terrorista suicida. En definitiva para todos lo que, viendo el infierno en los otros, son capaces de asomarse a la tenebrosa mirada de nuestro “enemigo”.

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