martes, 16 de octubre de 2007

Días euroescépticos


Hoy me he levantado sin motivo aparente de un euroescepticismo feroz. ¿Tendré un ramalazo 'brit' que desconocía o es simplemente que la política de los hechos consumados está desbancando de su poltrona a este idealismo contumaz que tantos descalabros nos ocasiona a algunos? Porque, ¿a quién le importa Europa? ¿A un puñado de burócratas generosamente pagados, a cuatro politólogos ociosos, a los historiadores que hacen la crónica de sus cien éxitos y sus mil derrotas?

La idea de una Europa “utilitaria” se ha impuesto definitivamente. ¿O es que siempre fue así? ¿No obedece el nacimiento de la Europa contemporánea a mediados del siglo pasado a la necesidad de evitar desajustes que en lo económico pudieran conducirnos a una nueva guerra? Para constatar esta evidencia basta con remitirse a la declaración hecha pública el 9 de mayo de 1950 –esta fecha quedará más tarde como referente para la celebración (sic) del Día de Europa- por Robert Schuman, ministro francés de Exteriores, que de algún modo sienta las bases de la futura institución supranacional europea. “La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas” -dice la comunicación escrita a su vez por Jean Monnet, en la que junto al discurso pacifista se trazan las líneas maestras de una necesaria “solidaridad” económica que debía empezar por una alianza franco-alemana que sellara históricos antagonismos.

Así las cosas, ¿debemos resignarnos en ver a Europa como un antídoto contra la guerra? La experiencia de los Balcanes nos demuestra que su eficacia en este sentido es bastante limitada. ¿Como un conglomerado de intereses económicos que cada uno unilateralmente puede vulnerar? La debilidad política del continente es tan manifiesta que llega en ocasiones al ridículo. ¿O como un espacio de derechos y deberes compartidos fruto de la evolución diversa, compleja, incluso traumática pero convergente en muchos sentidos de los países que la integran?

Volvemos a caer en el idealismo. Pero, me da por pensar, tal vez la etapa de estancamiento actual se deba a que hemos tendido a pensar en Europa desde una perspectiva meramente instrumental, pensando en términos de utilidad, como si aún no nos hubiésemos dado cuenta de que ya estaba ahí antes de que llegáramos para preguntarle con irreverente suficiencia ¿de qué me sirves?

Entre las versiones “románticas” de esa Europa que no cabe aprehenderse en tratados ni textos legales, me quedo con la ingeniosa lectura que plantea George Steiner en La idea de Europa. Para este sabio judío, Europa es ante todo un café en donde se citan, conversan y conspiran los intelectuales. Europa es para Steiner una cartografía diseñada a la altura de los pies del hombre, quienes le otorgan al continente, desprovisto de desiertos o cordilleras impenetrables, su verdadera medida. Europa es, en este sentido, de un extremo a otro, esencialmente “paseable”. Y si se me permite la apreciación, “histórica”, en la medida en que sus calles y plazas -en contraste con las quintas avenidas o calles 42 norteamericanas- llevan el nombre de personajes ilustres. “Hasta un niño europeo -dice Steiner- se inclina bajo el peso del pasado, como tantas veces hace bajo el de la mochila escolar sobrecargada”. Por último, para el lingüista, matemático y filósofo parisino de origen vienés, Europa, que debe lo que es a su doble herencia helénica y judaica, no se comprende sin esa “autoconciencia escatológica” que encarnada en el siglo XX en Auschwitz o el Gulag, mantiene al europeo en estado de permanente alerta ante la posibilidad de su propia destrucción.

Con estos cinco axiomas define Steiner lo específicamente europeo. Con lo que demuestra que Europa -incluida la política-, sólo es posible pensándola y celebrándola “idealmente”.

Europa, me permito apuntar, debe ser una maleta, o mejor, un botiquín que nos acompañe. Nunca una herida supurante. No, otra vez.

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